Viernes, 19 Abril 2024
Aguas del río Jordán

Aguas del río Jordán

A partir del momento en que “por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán” (Mc 1,9), su vida no volvió a ser la de antes, pues de inmediato “el Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días” (Mc 1,12-13). Su vida no vino a ser la misma porque al desierto entró el carpintero y del desierto salió el Mesías. Ya Juan el Bautista lo había anunciado: “Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,8).

El bautismo de Jesús fue un acontecimiento trinitario, como sostiene el teólogo Orígenes, Padre de la Iglesia: “El Padre atestiguó, el Hijo recibió el testimonio y el Espíritu Santo dio su confirmación; así comenzó a revelarse el misterio trinitario en el río Jordán” y agrega que “Jesús no llegó a ser Hijo al ser bautizado, ya que Él es, desde siempre, Hijo del Padre”. En efecto, al momento de su bautismo, Jesús “en cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: -Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,10). Se trata de una manifestación de Dios de la que san Hipólito, en su homilía sobre la santa Teofanía, reflexiona: “Al instante, los cielos se abrieron. Se hizo la reconciliación de lo visible con lo invisible. Los poderes del cielo se llenaron de alegría, y fueron curadas las enfermedades de la tierra; las cosas que permanecían escondidas salieron a la luz”.

En su libro El Pobre de Nazaret, el Padre Ignacio Larrañaga sostiene que en el bautismo de Jesús “estamos ante una de las escenas más conmovedoras” pues “el Hijo de Dios, luz de luz y nardo perfumado, espera pacientemente en la fila de las fieras y los halcones, fornicarios y adúlteros, hombres vestidos de tempestad y ceñidos de puñal, él, el cordero blanco e inerme, esperando su turno como uno más entre los pecadores para entrar en las aguas purificadoras. Aquel día nació la humildad, le nacieron alas potentes y escaló la altura más encumbrada”.

Las aguas del río Jordán ha sido veneradas desde siglos por peregrinos que en ellas se sumergen renovando sus promesas bautismales, y que suelen llevarlas a casa para conservarlas en el hogar o para bautizar a los recién nacidos de la familia, aguas a las que la cristiandad ha considerado como reliquia, pues fueron santificadas por el Señor al tocar su cuerpo, como afirma san Gregorio Nacianceno, Padre de la Iglesia: “Fue bautizado como hombre, pero quitó los pecados en cuanto Dios; y fue bautizado no para lavarse él mismo, sino para santificar las aguas” (Discurso teológico 29,20).

El río Jordán, cuyo nombre significa El que baja, pues desciende desde una altura en su nacimiento de 520 metros sobre el nivel del mar hasta una de 392 metros por debajo del nivel del mar en su desembocadura en el mar Muerto, es el río más largo y caudaloso -por sus 360 kilómetros de longitud, su anchura media de 35 metros y su profundidad de entre 1.5 a 3.5 metros- de Tierra Santa. Nace en las montañas del Antilíbano y atraviesa el sureste del Líbano hacia el sur hasta la costa norte del mar de Galilea. Se extiende por el Valle del Rift (la fractura tectónica que separa la placa Africana de la placa Arábiga) y sirve como frontera entre Jordania e Israel y entre Jordania y Palestina.

El lugar preciso del bautismo del Señor lo indica san Juan en su Evangelio: “Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando” (1,28). No se refiere el evangelista a la Betania de Israel, cercana a Jerusalén, donde residían Lázaro, Marta y María, sino a la Betania de Jordania, localizada a 50 kilómetros de Ammán, la capital, en las riberas del río Jordán, sitio en el que se practicaron excavaciones a partir de 1899 y en el que, tras el Tratado de Paz israelí-jordano de 1994, se encontraron canales de agua e iglesias con piscinas bautismales que indican con exactitud el lugar; y aunque Israel pretende que la verdadera orilla es la suya, de nombre Qasr al-Yehud, la UNESCO declaró Patrimonio de la Humanidad en 2015 a la orilla de Jordania, de nombre Wadi Kharrar, a la que han acudido Juan Pablo II en el año 2000, Benedicto XVI en 2009 y Francisco en 2014, acompañados por sus majestades Abdullah II y su esposa Rania, reyes del Reino Hachemita de Jordania.