Ser cristiano en el mundo

Ser cristiano en el mundo

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L os pecados que más ofenden al Señor son los pecados de los cristianos, porque le conocemos; y de entre los cristianos, más le ofenden los pecados de los católicos, pues hemos sido bautizados en la Iglesia que él personalmente estableció en el mundo. De igual manera, las buenas obras que proceden de un corazón cristiano son las que más le agradan por ser la forma más visible en la que damos razón de nuestra Fe.

Ya desde el siglo II encontramos un elocuente testimonio que representa, a su vez, una lección del ideal de ser cristiano. Se trata de una epístola escrita en Atenas por un autor desconocido y dirigida probablemente al emperador Adriano o posiblemente a un personaje ficticio que da nombre también al documento, conocido como Carta a Diogneto.

En el texto se informa la manera de ser de los cristianos, quienes “no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En efecto, en lugar alguno establecen ciudades exclusivas suyas, ni usan lengua alguna extraña, ni viven un género de vida singular. La doctrina que les es propia no ha sido hallada gracias a la inteligencia y especulación de hombres curiosos, ni hacen profesión, como algunos hacen, de seguir una determinada opinión humana, sino que habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario. Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña”.

Con firme elocuencia, la Carta a Diogneto define cómo se conducen en la vida: “Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y los cristianos lo están por todas las ciudades del mundo. El alma habita ciertamente en el cuerpo, pero no es del cuerpo, y los cristianos habitan también en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está en la prisión del cuerpo visible, y los cristianos son conocidos como hombres que viven en el mundo, pero su religión permanece invisible. La carne aborrece y hace la guerra al alma, aun cuando ningún mal ha recibido de ella, sólo porque le impide entregarse a los placeres; y el mundo aborrece a los cristianos sin haber recibido mal alguno de ellos, sólo porque renuncian a los placeres. El alma ama a la carne y a los miembros que la odian, y los cristianos aman también a los que les odian. El alma está aprisionada en el cuerpo, pero es la que mantiene la cohesión del cuerpo; y los cristianos están detenidos en el mundo como en un prisión, pero son los que mantienen la cohesión del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal, y los cristianos tienen su alojamiento en lo corruptible mientras esperan la inmortalidad en los cielos”.

El documento concluye con un exordio dirigido, naturalmente, a todo aquel lo lea: “Pues veo, excelentísimo Diogneto, tu extraordinario interés por conocer la religión de los cristianos y que muy puntual y cuidadosamente has preguntado sobre ella: primero, qué Dios es ése en que confían y qué género de culto le tributan para que así desdeñen todos ellos el mundo y desprecien la muerte, sin que, por una parte, crean en los dioses que los griegos tienen por tales y, por otra, no observen tampoco la superstición de los judíos; y luego qué amor es ése que se tienen unos a otros; y por qué, finalmente, apareció justamente ahora y no antes en el mundo este nuevo género de vida; no puedo menos de alabarte por este empeño tuyo, a par que suplico a Dios, que es quien nos concede lo mismo el hablar que el oír, que a mí me conceda hablar de manera que mi discurso redunde en provecho tuyo, y a ti el oír de modo que no tenga por qué entristecerse el que te dirigió su palabra”.

Los cristianos estamos llamados a ser ejemplo de vida, y aunque lamentablemente no procuremos hacerlo de continuo, sea por olvido, sea por pereza o por incongruencia en las conductas propias, es nuestro deber y obligación conducirnos en la vida tal como el Señor quiere, así como nos pidió hacerlo siempre.