Jueves, 18 Abril 2024
Oración

Oración

El tiempo litúrgico de la Cuaresma provoca una atmósfera propicia para la oración, el ayuno y la limosna, tres prácticas que mueven a poner la atención en Dios, en el propio interior y en el prójimo.

Dirigir la atención a Dios al inicio y al término del día, es la oración cotidiana: “Me adelanto a la aurora y pido auxilio, en tu palabra espero. Mis ojos se adelantan a las vigilias de la noche, a fin de meditar en tu promesa” (Sal 119,147-148). De entre todas las creaturas, solamente el ser humano tiene capacidad de orar, una capacidad que emana del espíritu porque sólo la creatura humana ha sido proveída de espíritu por su Creador, y la oración es el medio por el que se establece la comunicación con el Creador, unas veces para agradecer, unas para pedir, otras para expresarle devoción y amor.

Dios confirma, en la Sagrada Escritura, que Él escucha nuestra oración: “En Yahveh puse toda mi esperanza, él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor” (Sal 40,2), “Mi voz hacia Dios: yo clamo, mi voz hacia Dios: él me escucha” (Sal 77,2), “Tú eres mi Dios, tenme piedad, Señor, pues a ti clamo todo el día; recrea el alma de tu siervo, cuando hacia ti, Señor, levanto mi alma. Pues tú eres, Señor, bueno, indulgente, rico en amor para todos los que te invocan; Yahveh, presta oído a mi plegaria, atiende a la voz de mis súplicas” (Sal 86 2-6), “Yo amo, porque Yahveh escucha mi voz suplicante; porque hacia mí su oído inclina el día en que clamo” (Sal 116,1-2).

En la íntima comunicación de unión entre Dios y su creatura, Él escucha las plegarias, de cada uno y de todos, y las responde: “Llámame y te responderé y mostraré cosas grandes, inaccesibles, que desconocías” (Jr 33,3), “Me llamará y le responderé; estaré a su lado en la desgracia, le libraré y le glorificaré” (Sal 91,15), “En mi angustia hacia Yahveh grité, él me respondió y me dio respiro” (Sal 118,5), “Hacia Yahveh, cuando en angustias me encontraba, clamé, y él me respondió” (Sal 120,1), “Ahora bien, si realmente he hallado gracia a tus ojos, hazme saber tu camino, para que yo te conozca y halle gracia a tus ojos” “Ex 33,13).

Al igual que ocurre en toda relación de dos personas que se aman, así también, por amor, Dios quiere el encuentro, y es por amor que desea que se le busque: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones” (1 Tm 2,8), “No se inquieten por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presenten a Dios sus peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias” (Flp 4,6), “Yo les digo: Pidan y se les dará; busquen y hallarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre hay entre ustedes que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,9-13), “Bendito sea Dios, que no ha rechazado mi oración ni su amor me ha retirado!” (Sal 66,20).

La oración va acompañada de una promesa formal, por parte del Señor, que constituye toda una hermosa prenda de la garantía de su amor por la creatura que le busca: “Y todo cuanto pidan con fe en la oración, lo recibirán” (Mt 21,22), “En esto está la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido” (1 Jn 5,14).

La oración es necesaria, tan necesaria como que el mismo Jesús, siendo hombre sin dejar de ser Dios, solía mantenerse en oración: “De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario, donde se puso a orar” (Mc 1,35), “Pero él se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba” (Lc 5,16).

La oración transforma, así lo vieron en Jesús sus discípulos, y es posible imaginar cuánto habrán deseado experimentar esa transformación tanto que, queriendo ser también así, un día le pidieron saber orar como él: “Estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: -Maestro, enséñanos a orar” (Lc 11,1).