Viernes, 19 Abril 2024

Editoriales

El desierto de Jesús

El desierto de Jesús

Después de que Jesús fue bautizado por Juan el Bautista en el río Jordán, el Evangelio informa que “el Espíritu lo empuja al desierto. Y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás” (Mc 1,12-13).

A Jesús, el Espíritu lo empuja, lo arroja a una experiencia de desierto en la que cobrará conciencia plena de su realidad, allí en el desierto donde más que estar en un lugar, se vive en un estar. Al desierto entró Jesús de Nazaret y del desierto salió Jesucristo; al desierto entró el hijo del carpintero y del desierto salió el Hijo de Dios. En Jesús se unen dos naturalezas en una misma persona, naturaleza divina y naturaleza humana, ambas juntas en la segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Ahora Jesús vivirá en un permanente diálogo divino. Él también es llamado por el Padre al desierto para seducirlo, hablarle al oído, enamorarlo y hacerle saber qué espera de Él y cuál es su tarea. Jesús profundiza su diálogo con el Padre, un diálogo que no conocerá final. Así lo expresa el Padre Salvador Carrillo Alday en su Guía para el estudio de los evangelios: “Después de su bautismo en el Jordán y al volver a Galilea, hay en la vida de Jesús un viraje y un cambio de derrotero. No volverá a Nazaret para ocuparse nuevamente de los trabajos de costumbre, sino que cerrará su taller, dejará su casa, saldrá de su pueblo, y renunciará a la vida modesta pero tranquila en su pequeña aldea. Conducido por el Espíritu, emprenderá un género de vida diferente, se entregará por completo a su nuevo ministerio y hará una opción radical de pobreza y de renunciamiento en abandono total a la providencia de Dios”.

El Señor, que no prescindió del bautismo de Juan, tampoco evitó el desierto. No hay razones para no atravesar por los desiertos del Espíritu, ya sea una, ya sean varias las ocasiones. El papa Benedicto XVI, en uno de sus primeros discursos como Pontífice, afirmó: “No tengan miedo de entregar su vida a Cristo, él no les quitará nada y les dará todo”. Así, aunque el desierto pueda parecer motivo de temor, no lo es, pues de la experiencia del desierto siempre se sale consolado, instruido, fortalecido; aunque para marchar al desierto sea preciso dejar atrás algunas cosas.

Cuando Jesús callaba, sus silencios eran desiertos; y cuando hablaba, sus palabras eran jardines de flores. Él vino a descubrir para nosotros nuestras ocultas palabras, y nos enseñó a hablar en lenguas nuevas para entonar canciones de amor a Dios, y todas las estaciones de todos los años no alcanzarán a borrar las palabras que de él tenemos, son palabras que escucharemos en sus desiertos.

El desierto se tradujo, para Jesús, en el trance de tener que dejar tras de sí su casa y con ella a María, su virgen madre. No debió ser fácil dejarla siendo viuda y sin otros hijos. Abandonar también el taller de José y el trabajo de carpintero. No debió ser fácil, pero María ayudó al corazón de su Hijo animándolo a seguir la ruta trazada por el Padre, a continuar hacia el horizonte de la salvación, a dejarla a ella para ir a buscar a sus otros hijos, a ti y a mí. Es profuso el amor de María por nosotros, es enorme el amor que Jesús nos tiene.

Y permaneció toda su vida en el desierto, pues cuarenta es el número teológico que simboliza toda una generación o toda una vida. Así, los cuarenta días de Jesús en el desierto no se refieren tanto a un tiempo de unas cinco semanas, sino a su vida siempre en ocasión de desierto y con tentaciones sembradas por el demonio. En efecto, Jesús, que nunca tuvo pecado, sí conoció las tentaciones pero, como enseña San Gregorio Magno en una de sus homilías: “Dios, hecho carne en el seno de la Virgen, que había venido sin pecado al mundo, no soportaba nada que fuera contrario a él mismo. Por tanto, pudo ser tentado por sugestión, mas la delectación del pecado no rozó siquiera su alma; así toda aquella tentación diabólica fue exterior, no permaneció dentro”.

Y ¿qué hay de nosotros mismos…? No podemos temer al desierto, aunque implique un giro en nuestras vidas, pues allí encontramos el plan de una vida mejor escuchando la voz de Dios. Allí, el inicio de la gran aventura de vivir como Dios quiere, descubriendo su voluntad para cada uno. Allí, el pretexto de la existencia, la causa de nuestro vivir. De allí parte el inicio del descubrimiento de nuestra propia historia.