Viernes, 03 Mayo 2024

Editoriales

Expulsión de los vendedores del Templo

Expulsión de los vendedores del Templo

Al día siguiente de su entrada mesiánica a Jerusalén, Jesús salió de Betania, donde pasó la noche, para dirigirse nuevamente a la ciudad santa: “Llegan a Jerusalén; y entrando en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas y no permitía que nadie transportara cosas por el templo. Y les enseñaba, diciéndoles: «¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las gentes? ¡Pero ustedes la tienen hecha una cueva de bandidos!»” (Mc 11,15-17).

Los sumos sacerdotes y los escribas se habían constituido en administradores de la cercanía o lejanía de Dios, calificando quiénes sí y quiénes no eran amados por Él; habían osado traspasar la misericordia divina enseñando que Dios maldecía a quienes no le presentaran sacrificios, y habían reglamentado la venta de ofrendas en una venta del amor de Dios.

Los peregrinos, deseosos de congraciarse con Dios, en el patio de los gentiles cambiaban monedas y compraban corderos y palomas para ofrecerlos en sacrificio. Los demás espacios del Templo reservados a los judíos se escalonaban a fin de ascender. El patio de los sacerdotes, el altar de los sacrificios y el Sancta Sanctorum se emplazaban en los niveles más altos.

Las prescripciones judaicas prohibían presentar ofrendas con dracmas y denarios, pues contenían imágenes del emperador o de otras autoridades que, por paganas, constituían una blasfemia; de allí la presencia de los cambistas que entregaban moneda judía, circulante sólo en el Templo, conocida como shekel o siclo.

Observando todo a su alrededor, a Jesús le inquietó ver que la gente vendía y compraba desplegando una intensa actividad, pero nadie oraba, y recordó la Escritura en la que al templo se le llama Casa de Oración, no solamente para el pueblo de la Alianza, también para todos los pueblos: “En cuanto a los extranjeros adheridos a Yahvé para su ministerio, para amar el nombre de Yahvé, y para ser sus siervos, a todo aquel que guarda el sábado sin profanarlo y a los que se mantienen firmes en mi alianza, yo les traeré a mi monte santo y los alegraré en mi Casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos sobre mi altar. Porque mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,6-7). Decidido a detener toda esa actividad, Jesús reclamó la sacralidad del templo manifestando que la oración debe prevalecer por encima de los sacrificios, aun en el Templo, donde se invita a acudir a todos los pueblos.

Primero estableció que el Templo debía ser una casa de oración universal; luego denunció que se había convertido en una cueva de bandidos; después lo descalificó, pues ya no respondía al plan de Dios; y expulsó a los cambistas de monedas, a los vendedores y compradores de víctimas para los sacrificios, y por el resto del día detuvo el tránsito por el patio abierto a los paganos impidiendo toda actividad profana.

“Se enteraron de esto los sumos sacerdotes y los escribas y buscaban cómo podrían matarlo; porque le tenían miedo, pues toda la gente estaba asombrada de su doctrina” (Mc 11,18). En connivencia con el Sanedrín, se vincularon las supremas autoridades religiosas y políticas del templo y de Israel para quitarle la vida a Jesús, pues comprendieron que la severidad de su crítica se refería a ellos. Pero fueron testigos del entusiasmo con el que la gente le escuchaba y quisieron ser precavidos en su intento de matarlo en ese momento.

Nadie se le opuso, nadie se atrevió a enfrentársele, nadie se atrevió a resistir al Hijo que defendía a su Padre de la injuria. En efecto, aquellas autoridades escucharon al Hijo enseñar que el amor del Padre no se vende porque en Él todo es Gracia. Su amor es un don gratuito. La gente estaba asombrada de su doctrina, porque les explicaba que Dios es amor.

En esas autoridades nada había ya de amor; el Espíritu de Dios ya no estaba en ellos. Jesús, por su parte, todo aquel día en el templo se comportó divinamente. “Y al atardecer, salía fuera de la ciudad” (Mc 11,19).

Al Señor le aguardaba en Betania la reunión con los amigos, las palabras sinceras, la compañía de los buenos. Estaba triste, pero esa tarde fue para Él un recreo. Luego de haber estado muy cerca de los hijos de las tinieblas, se encontró con los hijos de la Luz quedando atrás el aparato religioso-político que lo acosaba en la Ciudad Santa, ocupada por usurpadores de la fe.