Luego de que el Señor expresara que entrar en el Reino de Dios es imposible para los hombres, aunque no para Dios, porque para Dios todo es posible, “Pedro se puso a decirle: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús dijo: «Yo les aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora, al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna. Pero muchos primeros serán últimos y los últimos, primeros.»” (Mc 10,28-31).
Pedro habló a Jesús en nombre del grupo de los Doce, que sí le siguieron, aunque sin conocer lo que aún faltaba por concretarse en la misión salvífica. Ellos le seguían sin comprender el significado del Reino del que les hablaba; sabían de los reinos del mundo, pero no del Reino querido por Jesús. Él procuraba el Reino, ellos su propio reino. En efecto, habían dejado todo y lo seguían e iban descubriendo la personalidad de Jesús, más cuando él les reiteró que la recompensa, que es la vida eterna, no la recibirían en este mundo, sino en el mundo venidero.
Pedro habló también en nombre de las generaciones por venir, pues indirectamente preguntó por la recompensa, lo que indica que su seguimiento no había sido desinteresado del todo. ¿Qué reciben hoy quienes han dejado todo para seguir a Jesús? Primero conocerlo, como sus discípulos, paso a paso; después escucharlo, para no confundir sus promesas de salvación con las pretensiones propias; y luego creer y confiar con determinación en lo que él enseña.
Colocar el proyecto divino como objetivo primario hace que lo más valioso sea una segunda prioridad porque el amor de Dios la supera. Ya sea casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o patrimonio, todo ello procede de la providencia divina; son dones de Dios, pero no son Dios.
Dios creó al ser humano de tal manera que toda su vida se vea marcada por un constante anhelo de Dios, un apetito por el Bien infinito que se traduce en un ansia por alcanzar ese Bien, que es Dios. Esta es la justicia original, una justicia que se ve alterada por la proclividad a cambiar el Bien mayor por el bien propio, que es un bien menor, pues como se nace con el ansia de alcanzar el Bien infinito, suele caerse en otras ansias que pretenden suplirlo. Esto es el pecado.
El anhelo de Dios nunca se sacia en esta vida terrena, sino hasta que se alcanza la vida eterna; el anhelo del bien menor, o de las cosas naturales, siempre se acaba. Esta es la razón por la que el Señor pidió dejar todo y desasirse de las cosas, pues la madurez en el amor y en la fe consiste en dejar atrás, en soltarse y desapegarse de los bienes menores para que el anhelo de Dios nos lleve de regreso a Él, quien es el único Bien mayor e infinito.
¡Cuán necesario es que los creyentes creamos! Y que creamos en esta promesa del Señor. El ciento por uno no es el doble, es cien veces más. Debemos creer con certeza en que se recibirá una experiencia incomparablemente mayor a lo que se ha dejado por seguir al Señor. Las cosas del mundo son efímeras, la vida es temporal; seguir a Cristo no es pobreza, sino riqueza; no es una pérdida, es ganancia. Con persecuciones, pues tanto Jesús como los suyos conocieron el dolor que las autoridades judías les infligieron en la muerte de Jesús y en la muerte de los suyos.
¿Es posible, entonces, que muchos primeros serán últimos y los últimos, primeros? No para el mundo que confiere títulos y honores, aunque sí para Dios, que hace que los relegados sean considerados como los primeros para entrar en la eternidad. Por eso Jesús invirtió los valores, porque el mundo falseó las cosas.
En nuestro tiempo, las persecuciones por causa de Cristo pueden ser sutiles cuando se sufre desdén o se es señalado como arcaico, y otras veces pueden ser agresivas y violentas. ¿Cómo reaccionar ante tal violencia que en ocasiones parece prevalecer? ¿Cómo dar un sentido a la vida cuando el mundo ha perdido el sentido? Cristo es quien les da sentido a las aspiraciones más íntimas del corazón, pues no puede haber sueños irrealizables cuando son suscitados y cultivados en el corazón por el Espíritu de Dios. Estando unido a Cristo es posible ser un buen cristiano sin desalentarse por padecer dificultades y persecuciones.