El dogma de la Perpetua Virginidad determina que María fue virgen antes del parto, en el parto y después del parto; es decir, que su virginidad es perpetua. Esta es una verdad de fe que surge del testimonio de las Sagradas Escrituras que contienen la afirmación explícita de una concepción virginal en el orden biológico, por obra del Espíritu Santo, en profusas referencias a que ella es “la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo” (Cf. Is 7,14; Miq 5,2-3; Mt 1,22-23).
Esto que las Escrituras expresan fue sostenido posteriormente por los primeros autores cristianos que confirmaron tanto la concepción, como el nacimiento virginal del Hijo de Dios, como san Justino, san Ireneo, Clemente y Cirilo de Alejandría, Tertuliano y san Ignacio de Antioquía, quien proclamó a Jesús “nacido verdaderamente de una virgen”. Todos manifestaron explícitamente una generación virginal de Jesús real e histórica, y de ningún modo afirmaron una virginidad solamente moral o un vago don de gracia, que se manifestó en la concepción y el nacimiento de Jesús niño.
Los textos más antiguos, cuando se refieren a la concepción de Jesús, llaman a María sencillamente Virgen, como una cualidad permanente en toda su vida; una convicción de fe que los cristianos de los primeros siglos expresaron mediante el término griego Aeiparthenos, que significa Siempre virgen, como lo manifiesta el segundo símbolo de fe de san Epifanio, del año 374, con relación a la Encarnación: el Hijo de Dios “se encarnó, es decir, fue engendrado de modo perfecto por santa María, la siempre virgen, por obra del Espíritu Santo” (Ancoratus, 119,5).
Los concilios ecuménicos han sostenido la virginidad perpetua de María, como el de Calcedonia, del año 451, que afirma que Cristo “en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, fue engendrado de María Virgen, Madre de Dios”; el tercero de Constantinopla, del año 681, al proclamar que Jesucristo “nació del Espíritu Santo y de María Virgen, que es propiamente y según verdad madre de Dios”; los ecuménicos Constantinopolitano II, Lateranense IV y Lugdunense II, que declararon a María “siempre virgen”, subrayando su virginidad perpetua; por el texto de la definición del dogma de la Asunción, de 1950, en el que la virginidad perpetua de María es aducida entre los motivos de su elevación en cuerpo y alma a la gloria celeste; y el Vaticano II que destaca que María, “por su fe y su obediencia, engendró en la tierra al Hijo mismo del Padre, ciertamente sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo” (Lumen gentium, 63).
La virginidad perpetua de María se proclamó formalmente en el concilio de Letrán, del año 649, convocado por el papa Martín I, con el texto: “Si alguno, de acuerdo con los Santos Padres, no confiesa que María Inmaculada es real y verdaderamente Madre de Dios y siempre Virgen, en cuanto concibió al que es Dios único y verdadero -el Verbo engendrado por Dios Padre desde toda la eternidad- en estos últimos tiempos, sin semilla humana y nacido sin corrupción de su virginidad, que permaneció intacta después de su nacimiento, sea anatema”.
Suele argumentarse, con falsedad, que la virginidad de María no es perpetua en razón de los textos evangélicos que mencionan la existencia de cuatro “hermanos de Jesús”: Santiago, José, Simón y Judas (cf. Mt 13, 55-56; Mc 6, 3), y de varias hermanas. Al respecto, conviene saber que en las culturas y lenguas semitas no existe un término para expresar la palabra primo y que, por consiguiente, los términos hermano y hermana tienen un significado muy amplio, que abarca varios grados de parentesco. Se trata, pues, no de otros hijos de la Virgen María, sino de vecinos de Nazaret y de parientes próximos de Jesús, según una expresión frecuente en el Antiguo Testamento, como explica el Catecismo de la Iglesia en su numeral 500: “A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús (cf. Mc 3,31-55; 6,3; 1Co 9, 5; Ga 1,19). La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José ‘hermanos de Jesús’ (Mt 13,55) son los hijos de una María discípula de Cristo (cf. Mt 27,56) que se designa de manera significativa como ‘la otra María’ (Mt 28,1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cf. Gn 13,8; 14,16;29,15; etc.)”.
El Catecismo también sostiene que “el nacimiento de Cristo lejos de disminuir consagró la integridad virginal de su madre. La liturgia de la Iglesia celebra a María como la Aeiparthenos, o Siempre Virgen” (numeral 499).