Domingo, 08 Diciembre 2024

Editoriales

Descendiente y Señor de David

Descendiente y Señor de David

Luego de que el Señor le enseñara a un escriba, en respuesta a su pregunta acerca de cuál es el primero de todos los mandamientos, que el mandamiento principal es amar a Dios y que el segundo es amar al prójimo como a uno mismo, el escriba le manifestó su total acuerdo y adhesión, por lo que Jesús le hizo saber: “No estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12,34).

El escriba, en efecto, había proclamado al único Dios que debe ser amado por sobre todas las cosas, pero ignoraba que Jesús también debe ser confesado como un solo Señor debido a su naturaleza divina. Jesús, entonces, quiso entregar una clara enseñanza al respecto, y “tomando la palabra, decía mientras enseñaba en el Templo: «¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? David mismo dijo, movido por el Espíritu Santo: dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies. El mismo David lo llama Señor; ¿cómo entonces puede ser hijo suyo?». La muchedumbre lo oía con agrado” (Mc 12,35-37). Dijo esto, enseña san Hilario de Poitiers, “para que el escriba, que creía que existía sólo según la carne y por el nacimiento de María, que era descendiente de David, se acordara de que, según el Espíritu, él era Señor de David”.  También san José, el esposo de María, era descendiente de David (cfr. Mt 1,20 y Lc 1,27), cosa que bien se sabía de Jesús, quien heredaba en su naturaleza humana la estirpe real de sus padres terrenos, además de ser el Señor de todos, y de todo, debido a su naturaleza divina.

Jesús tomó la iniciativa de enseñar allí en el templo acerca del título «Hijo de David» con el que lo había proclamado el ciego, a la salida de Jericó, y con el que fue aclamado en su entrada mesiánica a Jerusalén, pues diversas profecías enseñaban que el Mesías sería descendiente del rey David: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre el espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvé. No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas. Juzgará con justicia a los débiles y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra. Herirá al hombre cruel con la vara de su boca, con el soplo de sus labios matará al malvado. Justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus flancos” (Is 11,1-5); y también: “Su estirpe [de David] durará siempre, su trono como el sol ante mí, se mantendrá siempre como la luna, testigo fidedigno en el cielo” (Sal 89,37-38), pero la cerrazón de los escribas les impedía ver los signos proféticos. El Mesías estaba ante sus ojos, pero ellos no lo querían reconocer; el Hijo del carpintero les parecía indigno, y tuvieron que escucharle citar, de la sagrada Escritura, el salmo 110,1, que la tradición judía atribuía a David como su autor: “Oráculo de Yahvé a mi Señor [el Mesías]: «Siéntate a mi diestra, hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies»”.

Jesús les propuso un problema religioso que no se comprendía en aquel tiempo porque solamente podría entenderse a partir de reconocer en Jesús al Mesías en el preciso título que le confirió el rey David en la sagrada Escritura al referirse a él como Señor, mismo título con el que Jesús fue aclamado en su entrada mesiánica a Jerusalén (Cfr Mc 11,10).

A los fariseos y escribas, incapaces de resolver tal misterio, les preguntó Jesús de quién sería descendiente el Mesías, y luego les demostró que David le llama su Señor. Ninguno de ellos supo decirle nada ni responder por qué es que David le llama su Señor. La solución a aquella dificultad teológica era bastante sencilla para cualquiera que hubiese estudiado a fondo las sagradas Escrituras que con suficiente claridad y en varios textos manifiestan la divinidad del Mesías. Así que aun cuando Cristo, en cuanto hombre, fuese hijo de David, era a todas luces su Señor, porque participaba de la naturaleza divina.

El evangelista Marcos cierra el relato indicando que la muchedumbre lo oía con agrado haciendo notar el contraste de la actitud de los escribas con la buena voluntad del pueblo hacia Jesús. En efecto, la muchedumbre quedó encantada con sus palabras, y todos los esfuerzos que las autoridades judaicas ponían en movimiento para indisponer al pueblo contra Jesús, se les habían vuelto en su contra y en un gran descrédito de su autoridad.