En el judaísmo, la mujer había sido objeto de segregación social por motivos culturales y cultuales sólo por su condición femenina, en tanto que el varón gozaba de una supremacía amparada por la tradición que, a partir de interpretaciones de los escribas, tenía a la mujer como causante de la entrada del pecado al mundo.
El varón podía rechazar a su mujer sin mediar justificaciones. Así lo establecía la Ley, y valiéndose de esta prerrogativa se consumaban injusticias con mujeres inocentes que no habían violentado la fidelidad a su matrimonio (cfr. Mt 19,9). Pero Jesús se apartó de tal permisividad y, en respuesta a un cuestionamiento farisaico, estableció su postura de manera radical: “Y levantándose de allí va a la región de Judea, y al otro lado del Jordán, y de nuevo vino la gente hacia él y, como acostumbraba, les enseñaba. Se acercaron unos fariseos que, para ponerlo a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?». Él les respondió: «¿Qué les prescribió Moisés?». Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de su corazón escribió para ustedes este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre»” (Mc 10,1-9).
El matrimonio, como sacramento que es, no puede ser disuelto. Su carácter indisoluble tiene sustento en la voluntad de Dios, y así como nada en la creación, que es la ley natural, se opone al designio divino, también el matrimonio ha de sujetarse a la disposición de Dios.
La declaración de Jesús, que establece que ya no son dos, sino una sola carne, trasciende la unión corporal del acto conyugal a la unión de las almas en un mismo ser, pues los que antes del matrimonio eran dos individuos, en el sacramento se hacen uno mismo porque Cristo los une. De manera que lo que Dios unió, no lo separe el hombre, pues es consecuencia del egoísmo humano, oponiéndose al plan de Dios y al orden por Él creado.
¿Cómo era posible que la ley mosaica, que se entendía proveniente de Dios, consintiese el repudio de la esposa? (Cfr Dt 24,1). Los fariseos que instigaron a Jesús pretendieron ponerlo en contra de lo que Moisés había enseñado y que estaba prescrito como Ley de Dios. Pero el Señor, que sabía que con el tiempo se habían ido tejiendo convenientes interpretaciones de la Escritura y de la Voluntad divina, distinguió entre el mandato de Dios y las prescripciones de Moisés que se acomodaron a la dureza del corazón de ciertos judíos, misma que detectó en los fariseos que con malas artes pretendieron hacerle caer en una coartada, y en quienes perduraba aún esa dureza de corazón, la misma de los contemporáneos de Moisés. Jesús se apartó de aquel código de egoísmo, no hizo diferencias en el repudio entre el hombre y la mujer y exigió a ambos la fidelidad al matrimonio como una misma vida asumida y compartida.
“Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. Él les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio»” (Mc 10, 10-12).
¿Habrían pensado los discípulos, acaso, que Jesús se manifestó de ese modo sólo para salir de la contrariedad a la que lo llevaron los fariseos? Con su respuesta a ellos, les confirmó que la situación en la que queda aquella persona que convive con otra que no es su cónyuge, luego de haber repudiado a la anterior, es de adulterio. Lo dijo así, sin eufemismos porque Dios quiere que el matrimonio sea para siempre, y Cristo lo protegió con su doctrina.
La Iglesia también tiene palabras para las personas que se han divorciado, que por ser bautizados son hijos de la Iglesia, y aunque admite la separación física de los esposos, establece que no cesan de ser marido y mujer delante de Dios, por lo que no son libres para contraer una nueva unión. Sin embargo, aunque no tiene potestad para anular un matrimonio sacramental, sí puede revisar las causales de nulidad, las que puede determinar mediante un juicio de nulidad matrimonial canónica, que también puede colaborar en la sanación interior después de un divorcio y en la recuperación de la estabilidad emocional.