Después de confirmar la obligación que tienen los hijos de honrar y sostener a sus padres, consignada en el cuarto mandamiento de la Ley de Dios, Jesús enseñó de dónde proceden lo sentimientos que originan la maldad: “Llamó otra vez a la gente y les dijo: «Oigan todos y entiendan. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarlo; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Quien tenga oídos para oír, que oiga». Y cuando, apartándose de la gente, entró en casa, sus discípulos le preguntaban sobre la parábola. Él les dijo: «¿Conque también ustedes están sin inteligencia?»” (Mc 7,14-18).
En su instrucción, el Señor presentó una inédita enseñanza al afirmar que en realidad no contamina al hombre lo que procede de su entorno sino lo que germina en su interioridad, pues lo de fuera no le carcome tanto como lo hace lo que en su corazón suele engendrarse.
Jesús habló de manera directa, no en parábolas, pero los discípulos no entendían la verdadera concepción de la ley y no advirtieron que lo esencial de la pureza es atender a lo interior para que las acciones sean, a su vez, puras. En efecto, el deseo de separarse de Dios se halla en la intención, en el corazón, pues toda vez que opta en contra del designio divino es cuando se distancia de Dios. Así se refirió Jesús al interior y al corazón que son la fuente de la que surge la moralidad, en el propio yo de la persona como el lugar de sus decisiones.
Luego, para simplificar la comprensión de su enseñanza, expresó que nada que entre por la boca contamina la interioridad del hombre, pues el alimento que se comió, aun con manos impuras, termina en desechos del organismo: “¿No comprenden que todo lo que de fuera entra en el hombre no puede contaminarlo, pues no entra en su corazón, sino en el vientre y va a parar al excusado?» –así declaraba puros todos los alimentos–. Y decía: «Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre»” (Mc 7,18-23).
Algunas prescripciones judaicas Jesús las confirmó, otras las derogó, como la restricción de alimentos, uno de los puntales por los que Israel se distingue de otros pueblos (Cfr Lv 11 y Dt 14, 1-21). En la creación, Dios hizo todo bueno, pero el corazón puede pervertirlo. Es por esta revocación del Señor que en el cristianismo todos los alimentos son lícitos, pues no ofende a Dios lo que se come, sino la perversión.
En efecto, lo que sale del hombre es lo que le contamina: doce perversidades que Jesús enumeró, seis de ellas expresadas en plural y seis en singular; son las intenciones que se oponen al designio de Dios sobre el hombre.
Con ligereza podríamos asegurar que, siendo personas buenas, no cometemos ninguna de tales perversidades, pero con sensatez podemos ver que sí, pues incluso de manera sutil se puede incurrir en estas vilezas: Pervertir el sentido del amor y usar a los demás para la propia conveniencia y satisfacción son formas sutiles de fornicación; adueñarse de la voluntad de los demás, que no nos pertenece, es una forma de robo; procurar o aconsejar un aborto, o difamar y calumniar es arrebatar la vida; agregarle a la existencia algo que no le corresponde, como los vicios, es adulterar la vida; no pagar debidamente por servicios recibidos o no aliviar el dolor del que sufre, son formas de avaricia; hacer el mal simplemente por hacerlo, eso es maldad; actuar con doblez o con engaño equivale a ser fraudulento; conducirse sin considerar la condición de los demás, actuar sin medida y desdeñar la moral, es libertinaje; sentir aversión por el prójimo y reclamarle sus buenas obras equivale a manifestar envidia; expresarse mal de los demás o hablar en tono de regaño, es también injuriar; desdeñar al superior o no reconocer la autoridad, es comportarse con insolencia; y no medir las consecuencias de las propias acciones o gastar sin prudencia, es insensatez.
Son esas doce perversidades, como sostiene san Beda, Padre de la Iglesia, lo que realmente contamina el corazón del hombre, aunque “algunos piensan que los malos pensamientos se deben al Diablo y que no tienen su origen en la propia voluntad. En verdad, el Diablo puede ser colaborador e instigador de los pensamientos malos, pero no su autor”.