Tanto los jardines, como el huerto de Getsemaní, emplazados en las faldas del monte de los Olivos, en el valle Cedrón, al este de Jerusalén, son un lugar sagrado de nuestro mundo por las tantas ocasiones en las que allí estuvo el Señor y por ser el sitio en el que sostuvo un intenso diálogo con el Padre celestial en la configuración de la voluntad humana con la voluntad divina y en una decisión de amor que llegó más allá de la voluntad en las palabras de Jesús: “no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mc 14,36).
El nombre de Getsemaní proviene del hebreo y del arameo Gat-shemen, que significa Prensa de Olivo en referencia a la tradición del desarrollo de esa actividad en el lugar, y también encuentra una importantísima referencia veterotestamentaria que profetiza que el Mesías habría de descender de este lugar para entrar a Jerusalén.
San Beda el Venerable (672-735), monje benedictino inglés, en una de sus homilías describe: “Una vez cumplimentados los ritos de la vieja Pascua y de haber confiado a los discípulos los nuevos misterios, que habrían de ser observados a partir de aquel momento, salió para el Monte de los Olivos”.
Los árboles de olivo que allí se encuentran hoy proceden de los mismos árboles que allí mismo estuvieron en los tiempos de Jesús, como lo demuestran recientes estudios botánicos que han determinado que los actuales olivos, de más de 900 años, proceden de un olivo común aún más antiguo, una precisión temporal que coincide con la presencia de los Cruzados en Tierra Santa cuando entre 1150 y 1170 los Caballeros reconstruyeron la basílica de Getsemaní y replantaron el huerto de los Olivos con los árboles de olivo antiguos ya existentes en aquel tiempo.
El análisis científico de tres de los ocho olivos existentes en el huerto procede de muestras tomadas de los troncos de los árboles por un equipo de investigadores del Consejo Nacional de Investigación de Italia, análisis que establece una edad de 900 años de los árboles analizados pero sólo en la parte emergente de la tierra, es decir, en el tronco y en la copa; y la misma investigación agrega que la parte bajo tierra, es decir, las raíces, es todavía más antigua.
El huerto de los Olivos, bajo la Custodia Franciscana de Tierra Santa, todavía es proveedor de buena cantidad de aceite que los frailes utilizan para el consumo propio y también para ofrecerlo embotellado a los peregrinos que acuden al sitio, y con las semillas de las aceitunas elaboran unos Rosarios que son particularmente apreciados por considerarse procedentes de una reliquia, pues Jesús estuvo entre esos Olivos en repetidas ocasiones.
En este huerto de los Olivos Jesús nos deja una diferenciación entre el alma y el espíritu, muy útil para tomar conciencia de la propia identidad, pues en un primer momento expresó a sus apóstoles “mi alma está triste hasta el punto de morir” (Mc 14,34) y en un segundo momento les dijo: “Velen y oren, para que no caigan en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14,38).
El escritor eclesiástico Tertuliano (160-220), conocedor de que la carne ha de someterse al espíritu, para lograr hacer la voluntad de Dios, explica que “Nosotros sabemos, por una enseñanza del Señor, que la carne es débil y el espíritu pronto. No nos relajemos, pues, porque el Señor acepte que la carne sea débil. También afirmó que el espíritu está pronto para enseñarnos que aquélla debe someterse a éste; es decir, que la carne sirva al espíritu, que el más débil siga al más fuerte, y participe así de la misma fortaleza” (Exhortación a los mártires 4,1-2).
En efecto, toda persona humana está constituida de mente, alma, espíritu y cuerpo; y en la combinación de estos cuatro elementos de la naturaleza humana se toman las decisiones en el ejercicio de la libertad conferida por Dios y asistida por su voluntad, que es divina. Así, la mente ofrece las ideas, el alma las elige, el espíritu orienta al alma y el cuerpo las ejecuta. El alma puede elegir de manera desorientada, pero si atiende al espíritu, entonces toda la persona se ajustará a la voluntad de Dios por encima de la propia.
Con sus palabras desde la cruz “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46), Jesús encomendó su espíritu, y no su alma, al Padre celestial por lo que ha de tenerse por cierto que esta enseñanza de Jesús es ejemplar para configurar toda decisión a la voluntad de Dios encomendando a él nuestro espíritu.