Viernes, 19 Abril 2024

San José

Ya sé qué quiero ser de grande

 

Los asaltantes solían esconderse en cuevas, zanjas y en vericuetos de los caminos por los que se desplazaban los viajeros de buena voluntad, que fieles a las tradiciones de sus ancestros, se encaminaban en peregrinaciones que partían desde múltiples y distintos lugares pero siempre hacia el mismo destino. Los delincuentes se aprovechaban de la fe de los creyentes y los asaltaban para robarles las pocas cosas que llevaban para el viaje. Los dejaban apaleados y malheridos pero otras veces los golpeaban hasta matarlos para después, más fácilmente, despojarlos de cuanto traían consigo.

Para protegerse de los salteadores, los peregrinos, siempre con la causa común del encuentro con Dios como destino, se hacían fuertes viajando en grupos que formaban largas caravanas. En ocasiones se servían de guardias especiales de protección, cuyos servicios eran bien pagados por los integrantes de la caravana, a fin de contar con un resguardo adecuado durante el peregrinaje de ida y durante el regreso.

Finalizadas las celebraciones, tenía lugar un gran movimiento de acomodo de equipaje y de viandas para el retorno. Caballos, asnos y camellos recibían la carga que incluía buenas cantidades de agua para resistir el abrasador sol de primavera y frazadas para cobijarse del frío nocturno que todavía se acompañaba de vientos que soplaban los últimos alientos del invierno. Toda previsión debía observarse para mayor seguridad y tranquilidad de los peregrinos. Pero aquel año en particular la angustia se apoderó de María y de su esposo José.

Habían transcurrido doce años después de la noche en Belén, en la que una gruta que era usada como establo sería el primer hogar del niño que allí había visto la luz por vez primera. Apenas recién nacido había sido visitado por unos pastores; había sido ricamente regalado por unos sabios que acudieron a adorarlo; pero también, a unas pocas horas, ya era perseguido por un rey que, temeroso de perder poder, daba la orden de buscarlo para matarle.

Ya hacía doce años que José había tenido que tomar al Niño y a su madre para escapar al país de Egipto, a donde no pudiera alcanzarlos la persecución del rey. Tuvieron que convertirse en migrantes y vivir en tierra extraña. José se las había ingeniado para sostener a su familia con el fruto de su trabajo que, como buen carpintero, sabía desempeñar y que le había obtenido clientes satisfechos; hasta que un día, una vez muerto el rey Herodes, pudieron regresar con los suyos, a su patria, al hogar.

De regreso en Nazaret todo era tranquilidad; la alegría y la paz se habían instalado con ellos. De nuevo se encontraban entre familiares y amigos y era momento propicio de visitar al Buen Dios que jamás les había dejado de su mano. La fiesta de la Pascua era oportuna para acudir a mostrarle su gratitud por tantas gracias recibidas. Así llegaron al templo en Jerusalén y allí le presentaron los sacrificios que su fe les prescribía, pero durante el regreso a casa la angustia les invadió cuando se percataron de que Jesús no iba con ellos, y cuando luego de buscarlo a lo largo de la caravana, entre los grupos de familiares y amigos, pudieron darse cuenta de que el Niño se había perdido.

María y José regresaron apresuradamente sobre el trayecto andado buscando en las cuevas, en zanjas y entre los vericuetos del camino. Su angustia crecía mientras avanzaban hasta que llegaron de vuelta al templo, ciertos de que a Jesús ya no lo tendrían otra vez con ellos. ¿Lo habrían asaltado, se lo habían robado para venderlo como esclavo a los romanos? Esas y otras preguntas se hacían mientras José intentaba en vano calmar a María que, desesperada, ingresó al templo para implorar a Dios que le recuperara a su hijo. La respuesta llegó de inmediato. El Niño estaba en medio de los escribas inmerso en un profundo diálogo teológico.

De vuelta a Nazaret, en casa, Jesús entró al taller de José y le dijo: -ya sé qué quiero ser de grande-. José pensó, a consecuencia del incidente en Jerusalén, que le manifestaría su deseo de ser un escriba, pero el Niño agregó: "De grande quiero ser carpintero como tú". Entonces José, viendo que aún no tenía conciencia plena de su filiación divina, le indicó que él había nacido para algo mucho más grande, y que un carpintero era insignificante.

Jesús le dijo: "No entiendo cómo me dices que tu trabajo es pequeño, cuando tú me has alimentado, educado, formado y sostenido siendo tú un carpintero". Luego afirmó: "José, quiero ser carpintero, ya sé qué quiero ser de grande, quiero ser como tú".