El monte es identificado en la Escritura sagrada como el lugar de Dios. Del monte se asoma el sol en las auroras y por entre las montañas se ausenta por las tardes, desde allí ruge el trueno y resplandece el relámpago, ahí se congregan las nubes que bañarán los valles. Dios le habló a Abraham en la montaña y en el monte entregó a Moisés las Tablas de la Ley.
En uno de sus felices días, Jesús subió al monte para emprender una acción de Dios que sus discípulos, conocedores de la tradición escriturística, comprendieron con tal alegría que acudieron de inmediato: “Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar. Con poder de expulsar los demonios” (Mc 3,13-15).
Entre los años 1004 a 965 a.C., el rey David había reunido a las doce tribus de Israel e hizo de Jerusalén la ciudad sede de su monarquía. Luego Jesús eligió a doce discípulos, de entre los muchos que le seguían, para fundar y establecer el nuevo pueblo de Dios: la humanidad en su conjunto. En la Biblia, el número Doce aparece siempre en relación con las doce tribus de Israel, por tener su origen tradicional en los doce hijos de Jacob.
El llamado de Jesús se sale del tiempo y llega hasta nuestros días porque su llamado es también para nosotros. El Evangelio indica que ellos vinieron donde él, a diferencia de algunos de nuestros contemporáneos, a quienes tanto parece costarles venir donde Jesús. Su llamado implica, pues, una respuesta decidida de nuestra parte.
Más que instituir, creó a doce, porque en ellos ha creado al nuevo pueblo de Dios, pues si en Jesús se da una re-creación del hombre, en él también se da una recreación de la humanidad. Creó al grupo de los Doce con un doble propósito: para estar con él y para enviarlos a predicar; y para ello les confirió el poder de expulsar demonios.
Lo que el Señor quiere de nosotros es que estemos con él. Esto es lo que sucede en el amor, pues lo que se aman quieren es estar el uno con el otro. Estar con Jesús nos permite conocerlo, y saber de él se traduce en el deseo de darlo a conocer.
Cristo nos ha dado el poder de expulsar el mal. ¡Cuán necesario es que los creyentes creamos en esto! Se trata de un poder que nos permite arrojar el mal de nuestra persona y de nuestro entorno, pero no lo ejercemos porque lamentablemente no creemos en este poder que nos entregó. Expulsar el mal es apartar demonios, primero a los que nos atacan, luego a los que atacan a los demás; primero revisando nuestra interioridad y luego arrojando todo aquello que nos hace mal en nuestras palabras y acciones. Cristo nos ha dado tal poder, pues todo triunfo del bien sobre el mal siempre procede de Dios.
“Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre de Pedro. A Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno. A Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo. Y Judas Iscariote, el mismo que le entregó” (Mc 3,16-19). De entre los discípulos que le seguían, los apóstoles son el grupo de los Doce a quienes especialmente llamó para que fuesen sus testigos ante el mundo, los predicadores del Evangelio y los cimientos de la Iglesia, que es apostólica porque es descendiente de los apóstoles, en continuidad ininterrumpida, en la sucesión de los obispos.
A Simón le llamó Pedro, a Santiago y a Juan quiso llamarles Boanerges por su carácter enérgico. Cambiar el nombre indica un sentido de pertenencia. Ahora son de Jesús, son de Dios.
Antes de estar con Cristo, antes de proclamarlo y antes de expulsar el mal de la vida propia, todos le hemos pertenecido, de alguna manera, a otros, a quienes han pretendido imponer su voluntad sobre la nuestra. Pero ahora, con Jesús en nuestra vida, con su llamado y con nuestra voluntad de seguirlo, ahora le pertenecemos a él; nos ha recuperado y no quiere perdernos. Lo demás está en cada uno de nosotros, en no cambiar de dueño, en no ser de ningún otro señor que pretenda mandar en nuestros actos y adueñarse de nuestra historia. Y pues somos de Dios, ¿con qué nombre nos llama? Siervo, ya no; amigo, tampoco; ahora nos llama Hermano y también Hijo. ¡Con cuánto amor nos llama Jesús!