Tras haber creado al grupo de los Doce, para que estuviesen con él y para enviarlos a predicar confiriéndoles el poder de expulsar demonios, Jesús regresó a Nazaret: “Vuelve a casa. Se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que no podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: «Está fuera de sí»”. (Mc 3,20-21).
Jesús regresó a la pequeña aldea que lo vio crecer, donde era bien conocido y querido por todos, pero no volvió sólo sino acompañado por los apóstoles, quienes estaban tan entregados al Reino de Dios, que ya no tenían tiempo ni para comer, pues “la mies es mucha y los obreros pocos” (Mt 9,37) y tenían muchas almas que cosechar.
La acción del demonio en el mundo es cotidiana, y quien se entrega a la tarea de trabajar del brazo de Jesús en la lucha contra el mal, se encontrará siempre muy afanado. Hoy en día apenas alcanzan los sacerdotes para atender al pueblo fiel, y se necesitan más. La Iglesia la conformamos los laicos también, y podemos servir de diversas maneras, así que no habría que asombrarse al ver que sirviendo al Señor el tiempo no es suficiente. Busquemos algún ministerio que desempeñar en la Iglesia y veremos cuánta falta hace el trabajo del bien.
En Nazaret vivían los conocidos de Jesús: sus familiares, amigos, vecinos y compañeros que lo conocieron desde que era niño. Se trata de los nazarenos, pues en las culturas semitas, árabe y judía, se les llama pariente a quienes residen o proceden de la misma ciudad.
Al Hijo del carpintero lo apreciaban y querían sus vecinos de Nazaret. Para ellos siempre fueron gratificantes su cálido trato, su amable mirada, sus dulces palabras, así como lo imaginó el poeta libanés Gibrán Jalil Gibrán: “¿Qué diré de su elocuencia? Tal vez había algo que emanaba de su persona e infundía poder a sus palabras, dominando así a todos los que le escuchaban. En verdad, era gallardo y el resplandor del día le coronaba el semblante. Hombres y mujeres se embelesaban más con su figura que con la sabiduría de sus argumentos. Pero a veces hablaba con el poder de un espíritu seguro de cautivar a los oyentes”.
Él trataba con sus proveedores de madera y con los clientes que le buscaban, desde joven, en el taller de José, donde todos ellos fueron objeto de su trato delicado, hasta que un día su actividad cambió en todo. Ya no se dedicó más a ser carpintero y dejó sola a su madre viuda sin otros hijos para marchar al desierto y recorrer los pueblos vecinos acompañado de una docena de seguidores con la mente puesta en un sueño. Sí, Jesús salió de la tranquilidad de Nazaret y de la paz de su casa; dejó la posibilidad de formar un matrimonio con alguna de las bellas chicas de su aldea, quienes le miraban suspirando en la esperanza de que él se fijara en alguna de ellas para establecer un hogar con el amor de una familia; cambió la cotidianeidad de su vida por un itinerario de constante movimiento; rebasó los esquemas de los nazarenos contrarios a lo que ellos esperaban de él; dejó muchas cosas tras de sí, empero, todos decían lo mismo de él: ¡Es tan bello! Sí, el Señor dejó todo lo que amaba para darse a todos; y se nos ha dado porque él sabía que habría de ser de todos y para todos.
Al volver Jesús a su casa de Nazaret, luego de restaurarle la salud a infinidad de enfermos y expulsar los demonios de los atormentados por el mal, sus cercanos nazarenos comprensiblemente vieron la oportunidad de presentarle un reclamo por la manera en la que él había cambiado en su personalidad, tanto como si estuviese fuera de sí, se figuraron, y consideraron que era su deber decirle que tenía que volver a su actividad cotidiana, allí entre ellos, los mismos que llegaron a considerar que él les pertenecía por haber crecido entre ellos.
Con el triunfo de Jesús en nuestra salvación encuentran todo su sentido los cambios que él hizo en su proceder, y su vida habría sido como el sueño de alguien que está fuera de sí, si es que no alcanzáramos la salvación.
En efecto, el sueño de Jesús está fuera de Nazaret, de la casa de María y de José, su sueño está en cada persona porque toda persona es una historia de Dios. Así que, qué bien que no se hicieron cargo de él sus parientes, qué bien que no se los permitió.