Después de que los verdugos se ensañaron contra Jesús haciéndolo objeto de su escarnio y gozándose al abofetearlo y al coronarlo con espinas, lo sacaron del pretorio para conducirlo hacia el valle del Gógota, recorriendo pesada y dolorosamente la via Crucis, “y obligaron a uno que pasaba, a Simón de Cirene, que volvía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo, a que llevara su cruz. Lo conducen al lugar del Gólgota, que quiere decir: Calvario” (Mc 15,21-22).
Aquel mediodía el aire se tornó denso, y las nubes, normalmente asociadas al cielo, huían de él porque el sol quemaba todo el ambiente. Simón, al que llamaban Cireneo, porque en esa región había nacido y crecido, aquel mediodía abandonó su faena en el campo para acudir a la sinagoga a presentarse dócil ante Dios y preguntarle cómo podría, ese día, atender a su voluntad. Aquel viernes, el Cireneo abandonó sus labores en el campo más temprano de lo que solía hacerlo porque el candente sol, ausente del ánimo refrescante del viento, era particularmente insufrible, y porque el silencio era tan vasto que lastimaba sus oídos. Soltó sus herramientas de labranza y marchó rumbo a su casa. En el trayecto, un alboroto suspendió sus pensamientos al encontrase con un gentío y con un capitán romano que le señaló a Jesús, yaciente y medio muerto sobre el suelo árido, al tiempo que le ordenaba que cargara su cruz.
Cargar la cruz de un condenado podría traducirse en participar de la maldición divina que caería sobre ese hombre al ser crucificado –pensó Simón– recordando la Escritura sagrada que establece que “un colgado es una maldición de Dios” (Dt 21,23), y decidió rechazarlo, pero luego, no hubo día de su vida en el que él no recordara su encuentro con Jesús, tal como narra el poeta Gibrán Jalil Gibrán en su obra Jesús, el Hijo del hombre:
“Jesús me miró. Y vi cómo el sudor de su frente corría a raudales bañando su pecho. Me miró nuevamente y dijo: –¿Tú también bebes de esta copa? En verdad que lamerás sus bordes conmigo hasta el fin de los siglos. Diciendo esto, colocó su mano sobre mi hombro libre. Y caminamos juntos hacia la colina del Calvario. Pero yo ya no sentía el peso de la cruz; únicamente sentía su mano, que era como el ala de un ave sobre mi hombro.
Después llegamos a la cumbre de la colina, donde le iban a crucificar. Y entonces sentí el peso del árbol. No pronunció una sola palabra ni exhaló una sola queja cuando clavaron sus manos y sus pies. Sus miembros no temblaban bajo el rudo golpe del martillo. Parecía que sus manos y sus pies habían muerto y que revivían al ser bañados en su propia sangre. Hasta parecía que Jesús buscaba los clavos como un príncipe el cetro y que suplicaba ser elevado a las alturas. Mi corazón no pensaba en compadecerle, porque yo estaba completamente maravillado.
Ahora, la cruz del hombre a quien ayudé ha venido a ser mi cruz. Si me dijeran nuevamente: «Carga la cruz de este hombre», yo la cargaría hasta que mi marcha terminase en el sepulcro. Empero, yo le suplicaría que apoyase su mano sobre mi hombro. Esto sucedió hace muchos años; y todavía cuando abro los surcos en el campo y siempre que voy a dormir, pienso en aquel buen hombre y siento su mano alada, aquí, sobre mi hombro izquierdo”.
En efecto, con una de sus manos el Cireneo sostenía la cruz y con la otra, a Jesús, y aunque su rostro y sus ojos estaban cubiertos de sangre, pudo ver en él una mirada de gratitud, quedó asombrado por la expresión pacífica que su rostro mantenía, y pensó en cómo era posible que no mostrara odio alguno por todo el dolor que le causaban.
Al llegar al Calvario, Simón no quería separarse de Jesús, pero nuevamente fue obligado por los verdugos. El Señor le dirigió una última mirada con la que sembró en su corazón sentimientos muy nobles, y lo llenó de tantas gracias, que nunca olvidó su mano y su carga tan ligeras, y queriendo encontrarlas de nuevo, las buscó en todos aquellos que se cruzaron en su camino, ayudó a quienes no podían levantarse por sí mismos, supo que su encuentro con Jesús se hacía realidad en ellos, y se percató de que nunca la carga de nadie es tan pesada como para no poder ayudarlo, y vivió lo que Jesús había advertido: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34).