Terminada la dolorosa travesía por la vía Crucis, llegó Jesús al valle del Gólgota, donde“le daban vino con mirra, pero él no lo tomó. Lo crucifican y se reparten sus vestidos, echando a suertes a ver qué se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando lo crucificaron. Y estaba puesta la inscripción de la causa de su condena: «El rey de los judíos». Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda” (Mc 15,23-27).
Hubo en aquel tiempo una cofradía conformada por mujeres piadosas que proporcionaban a los crucificados un paliativo a sus dolores, exiguo ante el tormento de la cruz, aunque proporcionaba un alivio al combinar la mirra, que ocasionaba adormecimiento, con el vino, que provocaba embriaguez. Pero Jesús no lo tomó porque quiso entregar su vida de manera plena a todo el género humano y en particular a cada persona. En sus últimas horas nos tuvo a cada uno en su sagrado Corazón, donde no tenían cabida ni el vino ni la mirra porque rechazó el adormecimiento y cualquier alteración de sus sentidos para entregar su vida en plenitud.
Junto con sus vestidos, los verdugos pretendieron arrancarle también su dignidad y cubrirlo de vergüenza, pero él nunca bajó la mirada porque pensaba en los que no tienen qué vestir. Se hizo uno con los miserables sin que sus verdugos supieran que en su desnudez él recibió el vestido de la pobreza, que asumió con la dignidad de un rey sometido a la vergüenza que para los judíos simbolizaba la desnudez. Ellos no vieron que desde su corazón volaron aves de hermoso plumaje, vestidas por la mano del Creador, para remontar un vuelo con cuya danza en el viento cubrieron para los ojos humanos el cuerpo desnudo del Señor.
Era la hora tercia cuando le crucificaron, la hora en que las autoridades judías exigieron a Pilato la crucifixión cruenta de Jesús, es decir, alrededor de las nueve de la mañana. Luego se desarrolló el viacrucis que llegó al Gólgota poco antes del mediodía y donde, junto al monte Calvario, fue despojado de sus vestiduras para después escuchar a un verdugo ordenarle que se tendiera de espaldas sobre el madero que en el suelo le aguardaba. Jesús se reclinó para dirigirse hacia su cruz y, sobre ella, abrió sus brazos bellos. Uno de los ejecutores ató una cuerda a su muñeca, con fuerza jaló su brazo hasta tensarlo, colocó un clavo por debajo de la palma de su mano y asestó un golpe de martillo. El clavo se hundió en su carne por entre los huesos cercenando el nervio mediano, y contrayendo el dedo pulgar, en un espasmo de dolor que recorrió todo su ser. Más golpes del martillo hicieron que el clavo traspasara la madera de lado a lado. Otro verdugo, el otro brazo, su otra mano, un clavo más. Entre ambos verdugos levantaron el patibulum con ambas manos ya clavadas y lo afianzaron por encima del poste vertical que ya estaba enterrado en el Calvario. Se formó la cruz y el cuerpo de Jesús quedó pendiendo de los clavos en sus manos.
Ya colgado del madero, trató de erguirse para respirar, pero el dolor en las manos, al jalarse de los clavos, era insoportable; ya no tenía fuerzas para lograrlo, y advirtió que moriría en minutos. De pronto, otro verdugo se acercó a la cruz, tomó sus tobillos, dobló sus rodillas, puso un pie encima del otro, y los atravesó con un clavo más hasta hundirlo en el madero. El Hijo del carpintero no podía respirar, pero un instinto irresistible hizo que se empujara, con la fuerza de los muslos, sobre los pies, valiéndose del tercer clavo como un doloroso apoyo al tiempo que se ayudaba de las manos clavadas hasta que pudo incorporarsey jalar una bocanada de aire. Enseguida se soltó dejando caer todo su peso colgando de ambas manos. El dolor era insufrible en la lenta agonía que se repetía minuto a minuto mermando sus fuerzas por la lucha entre el dolor espasmódico y el ansia por respirar.
Sobre su cabeza, el titulus crucis daba razón de la causa de su condena: «Jesús el Nazareno, el rey de los judíos». En aquel letrero debió haberse escrito «Jesús de Nazaret, Rey», pero la humildad exhibió así al rey del universo: desnudo, clavado en una cruz y contado entre los criminales, doblegando al orgullo y despojando a la vanidad de su arrogancia. Así, desde la cruz, el Señor mostró que en la humildad y en el amor se descubren el más grande poder de Dios.