No les fue suficiente a las autoridades judaicas arrancarle al pretor Poncio Pilato la condena de crucifixión para Jesús, y una vez que lograron concretar su horrible propósito, lo exhibieron a la muchedumbre burlándose de su condición: “Y los que pasaban por allí lo insultaban, meneando la cabeza y diciendo: «¡Eh, tú!, que destruyes el Santuario y lo levantas en tres días, ¡sálvate a ti mismo bajando de la cruz!». Igualmente los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas diciendo: «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También lo injuriaban los que con él estaban crucificados” (Mc 15,29-32).
Por encima de la corona de espinas, el resplandor del sol en el cenit coronaba el semblante de Jesús, y así sufriente, colgado del madero, en sus labios se formó una suave sonrisa con la que quiso confortar a su madre, quien por debajo de sus pies lo miraba abrazada a la cruz. Era, a su vez, la sonrisa que viene detrás del triunfo, la sonrisa orgullosa que muestra la satisfacción del deber cumplido. Sí, el Señor sonrió desde la altura de su cruz, elevado por los hombres en un madero y elevado en el Cielo por su amorosa entrega. Jesús sonrió desde su altura, y en su agonía fue un despertar que lloró todas nuestras lágrimas, que sonrió todas nuestras alegrías y que abrazó todos nuestros sueños. Sus acusadores dijeron que Jesús fue el enemigo común de Jerusalén y de Roma, pero es verdad que él no fue enemigo de nadie. Él fue el principio de un nuevo reino en la tierra, un reino que perdurará por siempre.
Las mujeres de la cofradía, que le habían ofrecido a Jesús beber vino con mirra, se acercaron a la Virgen María, la reconfortaron con abrazos y le pidieron con piedad algún lienzo de tela para cubrir la desnudez de su Hijo. Ella se despojó del velo de fina seda sin costuras, con el que cubría su cabeza, y en un rápido ademán se los confió, quedando ella muy consolada por tan noble gesto.
Por su parte, los escribas, sanhedritas y sumos sacerdotes, que habían logrado concretar su perfidia movidos de las fuerzas del odio, sin clemencia, satisfechos por ver a Jesús colgado de una cruz y aprovechando la oportunidad de exhibirlo como un trofeo, se ensañaron en despojarlo de cualquier prestigio que pudiese quedarle queriendo hacer ver a la gente que Dios no permitiría que su Mesías fuese colgado de un madero, como un maldito, y lo retaban a que bajara de la cruz para, entonces, sí creer en su divinidad.
Desde su altura, Jesús cerró sus divinos ojos en su consentimiento de llevar hasta el extremo de su muerte la redención de la humanidad y la salvación de los pecadores. “Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: «Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?», –que quiere decir– «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?». Al oír esto algunos de los presentes decían: «Mira, llama a Elías.»” (Mc 15,33-35).
La agonía del Señor hizo sucumbir a la naturaleza que, desconsolada, al mediodía cubrió al sol con un velo negro tejido por sus nubes hundiendo a la tierra en una tiniebla que se prolongó hasta las tres de la tarde. Tenía que caer la noche a la luz del día. Una vez más se irguió Jesús en su cruz, asido de los clavos, en un mayor esfuerzo por respirar, pues ya perdidas sus fuerzas, aún no se le extinguían, y comenzó a proclamar la oración del justo que encierra el salmo 22, salmo que profetiza con sorprendente precisión la agonía y la muerte del Mesías.
No pudo Jesús proclamar el salmo por completo, apenas logró pronunciar sus primeras palabras: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Y con éstas, pronunciadas desde su cruz, el Señor nos hizo saber que en él se estaba cumpliendo la voz profética de Dios, que desde siglos atrás anunciaba de qué manera habría de morir el Mesías.
Era el momento de la entrega amorosa; el Padre no abandonó a Jesús “porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).