Jesús era víctima, desde su cruz, de los oprobios de las autoridades judaicas, y para añadir sufrimiento a tan infames burlas, “uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber, diciendo: «Dejen, vamos a ver si viene Elías a descolgarle»” (Mc 15,36).
¿Qué es el vinagre si no el vino deteriorado y echado a perder? Al Señor, que había transformado el agua en vino como manifestación de su amor puro y de la nueva Alianza de Dios con los hombres, el hombre le respondió con una esponja empapada en un amor corrompido, echado a perder; y desde su mezquindad, uno de ellos, satirizando la expresión en arameo «Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?» y profiriendo entre risotadas que llamaba al profeta Elías para que viniese a descolgarle, unió la insensatez humana a la osadía de un corazón petrificado.
“Pero Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró” (Mc 15,37). Aquel Viernes Santo murió la belleza y fue ultimada la grandeza. Inefable misterio escrito con tan concisas palabras para referir uno de los misterios más vastos de Dios; un misterio que nos envuelve y nos supera, pues más nos amó a nosotros que a sí mismo.
Este es el más grande misterio envuelto en un silencio que nos trae la paz. Silencio y paz, la música duerme callada: “Oye, pastor, pues por amores mueres, no te espante el rigor de mis pecados, pues tan amigo de rendidos eres. Espera, pues, y escucha mis cuidados, pero ¿cómo te digo que me esperes, si estás para esperar los pies clavados?” (Lope de Vega).
Así como él murió, hemos de morir nosotros, por él, a una vida que no nos llevaría a él. Hemos de morir al pecado, al odio, y a todo lo que mata el alma.
En la muerte de Cristo se nos presenta una teofanía que supera todos sus milagros, pues superior al milagro de su Muerte, sólo lo será el milagro de su Resurrección.
Cuando Jesús murió en la tierra, en el cielo Dios parpadeó en tanto que de sus ojos nació una lágrima que un querubín logró atrapar en un ágil vuelo. “Y el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15,38), y el mundo se cimbró en fuertes espasmos de dolor y las nubes derramaron su llanto incontenible.
La presencia de Dios, que se había dejado contener por un pueblo infiel, salió del Sancta Sanctorum, y en su paso rasgó el velo que lo revestía. Luego les arrebataría la tierra que les había otorgado y en justicia los dispersaría para que fueran un pueblo errante por el mundo, sin tierra, sin templo, sin sacrificio y sin su Mesías; un pueblo abandonado a sus ídolos: el ansia de poder y de riquezas.
Dios salió del Santuario para ser Dios de todos los pueblos, para ser el Dios de los gentiles, dando inicio a un nuevo tiempo. Era el viernes 7 de abril del año 30, el año que partió en dos a la historia, el año que rasgó el tiempo para atravesarlo hacia el pasado y cruzarlo hacia el futuro; el año de la Redención, el año en el que Cristo murió.
“Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios»” (Mc 15,39). Un centurión proclamó la identidad divina de Jesús en una declaración que se contrapone al repudio de la autoridad judía a su Mesías. Aquel centurión había sido testigo de la muerte de incontables crucificados a los que vio morir maldiciendo todo y a todos, blasfemando, renegando de su vida y odiando su muerte; pero por la manera en la que murió Jesús fue testigo del acto de amor más grande, que es la entrega de la vida por amor, y del perdón que, implorado desde la cruz para sus verdugos, derrotó al odio.
Desde las emociones del centurión se fue gestando una palabra que creció hasta no poder ser contenida, y transformándose en voz pronunció para judíos y paganos lo que él mismo vio: que le arrancaron la vida a un inocente que no hizo ningún mal a nadie, y que, víctima de calumnias, con él se perpetró una enorme injusticia.
Aquel centurión recibió para sí mismo el perdón, y supo que su nombre estuvo en los labios de Jesús cuando desde su cruz rogó por él: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). El nombre de cada uno de nosotros está, asimismo, en boca del Señor con el néctar de la vida en sus labios.