Tras la muerte del Señor en cruz, en el Gólgota sólo quedaron tres mujeres que se mantenían cercanas a la cruz, aunque distantes de los verdugos, por miedo a ellos y al extremismo judaico: “Había también unas mujeres mirando desde lejos, entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de Joset, y Salomé, que lo seguían y le servían cuando estaba en Galilea, y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén. Y ya al atardecer, como era la Preparación, es decir, la víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro respetable del Consejo, que esperaba también el reino de Dios, y tuvo la valentía de entrar donde Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús” (Mc 15,40-43).
José de Arimatea no permitió que el cuerpo del Señor quedara colgado de la cruz, y como era la víspera del sábado, armándose de valor acudió ante Poncio Pilato para suplicarle que le concediera darle sepultura. Obtener de Pilato ese beneficio no fue sencillo, a pesar de que era miembro respetable del Sanedrín.
Aunque Pilato estaba fastidiado con los sanedritas, tuvo la atención de recibir a José de Arimatea, pues se había ganado su respeto en las muchas reuniones que sostuvo con él, como miembro del Sanedrín, en las que se tomaban acuerdos mutuos del gobierno. Aun así, tuvo que comprometerse a mucho, poniendo en riesgo su prestigio, su profesión, su libertad y su vida. “Se extrañó Pilato de que ya estuviera muerto y, llamando al centurión, le preguntó si había muerto hacía tiempo. Informado por el centurión, concedió el cuerpo a José, quien, comprando una sábana, lo descolgó de la cruz, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro que estaba excavado en roca; luego, hizo rodar una piedra sobre la entrada del sepulcro” (Mc 15,44-46).
Convencido por José, el praetor tuvo que asegurarse de que Jesús ya estuviese muerto, y ordenó a un centurión que verificase su muerte. Al llegar al Gólgota, el centurión hundió una lanza hasta el fondo del costado de Cristo atravesando su corazón del que brotó sangre y agua. Jesús ya había muerto desde hacía tiempo. Enterado Pilato, fiel a su promesa a José de Arimatea, le concedió descolgarlo de la cruz.
Complacido, José de Arimatea abandonó el pretorio, cruzó el patio del Templo y se dirigió al Sancta Sanctorum para pronunciar allí una oración. Sorprendido por ver el velo rasgado en dos, en un impulso tomó una de las dos partes, entregó unas monedas al guardia y, sobrecogido por tener en posesión tan precioso tesoro, se lo llevó abrazándolo en su pecho.
Al llegar al Gólgota, se dio a la tarea de descolgar el cuerpo del Señor, lo entregó a los brazos de María y allí quedó, en su regazo, arropado por las caricias de su Madre y bañado por sus lágrimas.
Luego, el cuerpo fue recostado sobre una parte del velo y con la otra parte se cubrió el frente de todo su cuerpo; se puso en un sepulcro que estaba excavado en roca, sepulcro que había adquirido José de Arimatea para cuando él muriese, y se hizo rodar una piedra sobre la entrada del sepulcro sellando la oscuridad del silencio y la soledad.
“María Magdalena y María la de Joset se fijaban dónde era puesto” (Mc 15,47). Dos testigos presenciales de la muerte y de la sepultura de Cristo, dos mujeres que dieron fe del sitio en que fue sepultado, sin saber ellas que su muerte no era el final, sino apenas el principio.
Ellas notaron que el lienzo que cubrió su cuerpo no era de tela corriente, como establece el ritual funerario judío porque así como se nace, sin posesiones, así se ha de dejar este mundo, pues en la muerte no hay diferencia entre ricos y pobres. La mortaja judía debe ser de la tela más sencilla, la más austera y pobre.
Por lo contrario, aquel lienzo era muy fino, elaborado con lino tejido en forma de espina de pez, la tela más rica en aquel entonces, y la misma de la que está compuesta la famosa reliquia de la Sábana Santa que se conserva y venera en la catedral de Turín.
Este lienzo, por sus medidas de 4.42 por 1.13 metros, y por la composición de su tela, no fue elaborada para ser una mortaja, sino para que cubriese el Sancta Sanctorum del Templo, de donde José de Arimatea la tomó porque vio que era justo que ese mismo velo, que había cubierto la presencia de Dios en nuestro mundo, cubriese también su cuerpo que, muerto, había quedado en la tierra.