Jueves, 25 Abril 2024

Editoriales

El envío de los Doce

El envío de los Doce

Luego de haber vuelto a Nazaret, sorprendido por la falta de fe de los nazarenos, Jesús vio que ya era momento de que los apóstoles se sumaran a su predicación: “Y llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que nada tomaran para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja. Sino: «Calzados con sandalias y no vistáis dos túnicas». Y les dijo: «Cuando entren en una casa, quédense en ella hasta marchar de allí. Si algún lugar no los recibe y no los escuchan, márchense de allí sacudiendo el polvo de la planta de sus pies, en testimonio contra ellos». Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran. Expulsaban a muchos demonios y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban” (Mc 6,7-13).

El evangelista conjuga el verbo en tiempo presente, llama a los Doce; y luego conjuga en tiempo pasado, comenzó a enviarlos, pues el llamado del Señor es permanente y siempre continuo.

Jesús había creado al grupo de los Doce para enviarlos a predicar (Cfr Mc 3,14). Llegado el momento de que comenzaran, los envió de dos en dos, para que, siendo Iglesia, diesen a conocer el misterio del amor de Cristo como fuente de la verdad e iniciara la construcción espiritual de la santidad entre los hombres. Y los envió de dos en dos para que ninguno de ellos actuara por sí mismo, sino en común acuerdo con el plan del Señor, en colegialidad; ninguno de ellos más que el otro, semejantes los Doce entre sí mismos unidos por la causa común del Reino de Dios.

Las condiciones que Jesús les puso para emprender el viaje fueron inusuales, pues les mandó que nada tomaran para el camino, aunque sí les confirió un poder extraordinario sobre los demonios, los dotó de lo que en legitimidad requerían para anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios que se había hecho cercano, y los exhortó a caminar en la sencillez, pues para anunciar el Evangelio no se requiere de herramientas, sino de una disposición espiritual fortalecida por una voluntad osada.

Entre los judíos imperaba el gesto de sacudirse el polvo de las sandalias, luego de regresar de territorio pagano, antes de volver a pisar la tierra santa de Israel. Jesús les indicó a sus apóstoles que hiciesen este mismo gesto dirigido hacia aquellos que, considerándose cercanos a Dios, rechazaran el anuncio de la Buena Nueva, haciéndoles ver así su comportamiento similar al de los paganos.

El Reino de Dios comenzó a extenderse en esta acción evangelizadora de los apóstoles, quienes en virtud del poder que Jesús les otorgó, lograron su empeño en llamar a la conversión atrayendo la bondad y expulsando la perversidad, confirmados por los poderosos signos de la curación de enfermos.

Los apóstoles ya regresarán a reunirse entre ellos y con Jesús. Mientras tanto, san Marcos relata el martirio de san Juan Bautista en su decapitación por Herodes, el rey de Galilea.

Antipas había mantenido preso a Juan desde hacía diez meses en las mazmorras de su fortaleza en Maqueronte, donde había ordenado su muerte, de la que sobre él pesaba una gran culpa. Tan supersticioso como su padre, Herodes el Grande, le era espinoso emprender cualquier maniobra sin consultar constelaciones y oráculos de pitonisas. Aquel interés desmesurado de su padre por los Magos que viajaron desde Persia hacia Belén observando las estrellas, particularmente a una de ellas, demuestra el proceder supersticioso de Herodes quien ordenó la matanza de los santos inocentes al enterarse del nacimiento de un nuevo rey en su propio reino.

Al enterarse de los prodigios obrados por Jesús, y de su fama creciente, Antipas se llenó de terrores supersticiosos al temer que pudiese tratarse del mismo Juan, de quien pensó que extrañamente habría vuelto a vivir y que iría a vengarse de su muerte: “Se enteró el rey Herodes, pues su nombre se había hecho célebre. Algunos decían: «Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos y por eso actúan en él fuerzas milagrosas». Otros decían: «Es Elías»; otros: «Es un profeta como los demás profetas». Al enterarse Herodes, dijo: «Aquel Juan, a quien yo decapité, ese ha resucitado»” (Mc 6,14-16).

En efecto, alucinado por sus sibilinas supersticiones, Herodes Antipas concluyó que Jesús era Juan el Bautista, ambos galileos y, por ende, súbditos suyos. Antipas murió sin saber que Jesús era aquel niño al que su padre, Herodes el Grande, había querido matar, apenas recién nacido, luego de enterarse por los magos procedentes de Oriente, de su nacimiento.