Dos fueron las causales que engendraron la muerte del Bautista: el odio de una mujer adúltera que se había hecho consorte del rey Herodes; y la persuasión que, como profeta, Juan ejercía en el pueblo, desafiando las maniobras del monarca. “Es que Herodes era el que había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te está permitido tener la mujer de tu hermano». Herodías lo aborrecía y quería matarlo, pero no podía. Pues Herodes temía a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y lo protegía; y al oírlo, quedaba muy perplejo, y lo escuchaba con gusto” (Mc 6,17-20).
Las acusaciones de Juan acerca del quebrantamiento de la Ley divina por parte de ella le recordaban al pueblo su ilegitimidad, cuya única solución era la renuncia a su promiscua infidelidad. No dispuesta a retirarse, ella planeó la eliminación del profeta para poner fin a sus denuncias.
Herodes ya estaba convencido de terminar con esa relación ilícita que tanto daño le estaba infligiendo, y aprovechó el confinamiento de Juan para exhortarlo a que se hiciese su aliado a cambio de recuperar su libertad. Pero el Bautista era un hombre libre y orientado por el Espíritu.
En nada le aprovecharía a Herodes asesinar a un profeta; más ventajoso le resultaba conversar con él para enterarse de las cosas que se decían de su reino. Sus visitas a su prisionero en las mazmorras eran más frecuentes, y en su mujer crecía la tensión por la incertidumbre de verse desplazada, una angustia que excitaba en ella su odio al profeta. “Y llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de la misma Herodías, danzó, y gustó mucho a Herodes y a los comensales” (Mc 6,21-22).
En su banquete, el anfitrión se regocijó a sí mismo ostentando su poder y su riqueza ante sus invitados, los influyentes y poderosos de su mundo. De pronto apareció Salomé, la sobrina e hijastra del rey, espléndida y afrentosa. Más que su danza le cautivó la joven mujer, y apeteció su cuerpo. “El rey, entonces, dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le juró: «Te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino». Salió la muchacha y preguntó a su madre: «¿Qué voy a pedir?» Y ella le dijo: «La cabeza de Juan el Bautista». Entrando al punto apresuradamente adonde estaba el rey, le pidió: «Quiero que ahora mismo me des, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista»” (Mc 6,22-25).
Antipas quiso lucirse, y prometió concederle lo que ella le pidiera. No le ofreció dividir su reino en dos, sino compartir su reinado con ella, convertirla en su reina. Herodías, rivalizando con la lozanía de su hija, se vio marchita, y optó por un acto de terror que además consumaría la derrota de su acusador, y soltó el embate final: pídele la cabeza de Juan el Bautista. “El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan. Se fue y lo decapitó en la cárcel. Y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre” (Mc 6,26-28).
Aquella fiesta se convirtió en un banquete de muerte llegando a su fin con el terror de la muerte del último profeta. El verdugo descargó golpes de espada sobre el cuello de Juan, y luego de cortar con una daga lo que todavía unía su cabeza al cuerpo, la separó para colocarla en una charola que no le entregó a Herodes, sino a la que se había hecho dueña de su voluntad, y ella, a su vez se la dio a su madre, trazando así la ruta del poder. “Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura” (Mc 6,29).
Herodes es hoy figura de un caprichoso rey, Juan es el primer santo, contemplado por Dios en el plan de salvación para que supiese escucharlo y servirlo a fin de preparar el camino del Mesías bautizando con agua a quien luego nos bautizaría con el Espíritu de Dios. Y aquel Juan, a quien Herodes hizo decapitar, fue reconocido por Jesús como el más grande de los hombres.