Miércoles, 03 Julio 2024

Editoriales

Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre

Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre

Dios alimentó a su pueblo en el desierto tras la liberación de Egipto; lo alimentó con codornices que cubrieron el campamento y con pan que llovió del cielo. “Israel llamó a aquel alimento maná. Era blanco, como semilla de cilantro, y con sabor a torta de miel” (Ex 16,31); “los israelitas comieron el maná durante cuarenta años, hasta que llegaron a tierra habitada” (Ex 16,35). Dios alimentó a su pueblo para que viviera. El Señor alimentó a cinco mil hombres con cinco panes y dos peces (cfr. Mc 6,30-44) porque él quiso que el hombre tuviera vida. Ambos relatos bíblicos llegaron a su plenitud en la última cena de Jesús con sus apóstoles, en el alimento nuevo con el que nos alimenta con su propia vida, la vida de Dios. Es el alimento epiusion (del griego epi, sobre; y usion, natural) el alimento sobrenatural; el alimento del Espíritu para el espíritu. Así lo había dicho Jesús al enseñar a sus discípulos a orar: Nuestro pan cotidiano dánosle hoy (Mt 6,11), es decir, danos el pan espiritual.

“Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: «Tomen, éste es mi cuerpo». Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: «Ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc 14,22-24). Jesús pudo haber dicho: “Esto podría ser mi cuerpo” o “Hagan de cuenta que esta sería mi sangre” si la celebración de este misterio fuese en un recuerdo suyo. Pero el señor dijo: «Este es mi cuerpo», y también: «Esta es mi sangre». Por lo tanto, lo son, como enseña Orígenes: “Este pan que la Palabra de Dios confiesa que es su propio Cuerpo, es la palabra que alimenta a las almas, la Palabra que procede de la boca de Dios, el pan que procede del pan del cielo, que está puesto sobre la mesa y respecto del que se dice: «Preparaste para mí una mesa frente a mis enemigos» (Sal 23,5). Y esta bebida, que la Palabra de Dios confiesa que es su propia sangre, es bebida que refresca y alegra los corazones de quienes beben. Esta bebida es el fruto de la verdadera vid que dice: «Yo soy la verdadera vid», y es la sangre de la uva aquella que, puesta en la prensa de la pasión, dio esta bebida; lo mismo que el pan es la palabra de Cristo, hecho de aquel trigo que al caer en la tierra dio mucho fruto”.

A las palabras del Señor se sumaron las voces del mar y del viento, de los bosques y montañas, y el murmullo de los desiertos porque aquella noche supimos que todos los ríos de la tierra nunca podrían arrastrar hacia el mar el torrente de la presencia de Jesús entre nosotros, pues esa noche fue la fábrica de nuestros sueños porque él quiso quedarse así en nuestro mundo, con nosotros, estableciendo la alianza nueva profetizada desde antiguo: “Van a llegar días –oráculo de Yahvé– en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto; que ellos rompieron mi alianza” (Jr 31,31-32).

Luego, con palabras que oteaban hacia el futuro, el Señor les dijo: “Yo les aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios»” (Mc 14,25).

Mientras les hablaba, a sus ojos se asomaba la llama de Dios, y en su voz, el susurro divino. ¿Qué quiso decirnos el hermoso carpintero de Nazaret? Hay cosas todavía vedadas para nuestro entendimiento de ese mar de amor con el que Jesús nos ha inundado. ¿Nos hablaba, acaso, del amor renovado, conquistado para el hombre, para ser amado eternamente en los cielos? Sí, porque con su sangre, su vida, que, al entregarse, sellará una nueva alianza, un nuevo modo de estar con Él, con Dios y entre ellos.

Jesús fue para nosotros una donación de sí mismo, y así lo anunció en las horas más felices de aquella noche en la que aprendimos a ofrecerle a Dios la vida de su amado Hijo hecho hombre, porque él quiso ofrendar su propia vida al Padre en desagravio por nuestras infidelidades reiteradas a su manifiesto amor en los siglos pasados y en los que han de venir.

La cena llegaba a su fin, sólo faltaba cantar las alabanzas del amor a Dios.