Domingo, 13 Octubre 2024

Editoriales

La aprehensión de Jesús

La aprehensión de Jesús

Tras la intensa oración en el huerto de Getsemaní, habiendo aceptado su inmolación para la redención del género humano, Jesús había indicado a sus apóstoles el momento de su entrega, y “todavía estaba hablando, cuando de pronto se presenta Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes, de los escribas y de los ancianos. El que lo iba a entregar les había dado esta contraseña: «Aquel a quien yo dé un beso, ése es, préndanlo y llévenlo con cautela». Nada más llegar, se acerca a él y le dice: «Rabbí», y le dio un beso” (Mc 14,43-45).

Enviaron sicarios detrás de Judas para aprehender a Jesús, un grupo de esbirros identificados como emisarios de los responsables de la muerte de Cristo.

El mal, enquistado en Judas, corrompió su alma, pudrió su corazón y destruyó su cuerpo. Su rostro ya era otro, con gestos endurecidos intentó atenuar su aspecto con una muestra de cercanía, y con hipocresía besó a Jesús en la mejilla, pero ya no pudo llamarlo como siempre, pues hubo algo en su disfraz que delató su traición cuando, en lugar de llamarlo por su nombre, al aproximarse le dijo «Rabbí», es decir, Maestro. Judas, que sabía que ya no era amigo, se encubrió en ese último saludo, y aunque le llamó Maestro, en ese beso exhibió que no había entendido a Jesús, a pesar de haberlo conocido como pocos.

Judas no comprendió las enseñanzas en las palabras de Jesús, su negligencia lo enredó y se vio invadido por terribles sentimientos de pecado. No pudo con eso y prefirió morir a vivir con el peso de tan grande culpa, y en su suicidio nos dejó el testamento de su arrepentimiento, pues se colgó con sus propias manos de un madero para morir como un maldito de Dios (cfr. Dt 21,22-23). Judas se maldijo a sí mismo, pero un traidor no se suicida; al contrario, va y festeja el triunfo de su traición. El arrepentimiento está incompleto si no se busca el perdón; no basta con arrepentirse. Judas no buscó el perdón del Señor, tal vez porque ya no pudo acercarse a él, o porque consideró que su culpa era más grande que la misericordia divina.

Judas no es el único que ha traicionado al Señor; a él nos sumamos los que, conociendo su doctrina, no la hemos aplicado, apartándonos así de la cercanía que le debemos. Por ello, cada vez que besemos un crucifijo, pidámosle su perdón haciéndonos la promesa de nunca jamás volver a traicionarlo.

“Ellos le echaron mano y lo prendieron. Uno de los presentes, sacando la espada, hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le llevó la oreja. Y tomando la palabra Jesús, les dijo: «¿Como contra un salteador han salido a prenderme con espadas y palos? Todos los días estaba junto a ustedes enseñando en el Templo, y no me detuvieron. Pero es para que se cumplan las Escrituras». Y abandonándolo huyeron todos. Un joven lo seguía cubierto sólo de un lienzo; y lo detienen. Pero él, dejando el lienzo, se escapó desnudo” (Mc 14,46-52).

Pedro estaba bien dispuesto con la espada en mano, pero Jesús, frustrando el plan de Iscariote, le ordenó deponer la espada y se entregó a sus captores, procurando la seguridad de los suyos. A la luz de la luna contrastaba la victoria espiritual de Jesús, por medio de la oración, con la victoria que pretendían concretar los suyos mediante un levantamiento armado.

La respuesta de los apóstoles a la aprehensión de Jesús fue natural y de legítima defensa; estaban preparados y pertrechados. Es inquietante imaginar a Pedro empuñando una espada, pero como zelota que era, reaccionaba como tal. Para ellos, aquel no era momento de discursos sino de comenzar la batalla, pero Jesús les hizo deponer toda violencia y los obligó a soltar las armas. Ante eso no supieron cómo reaccionar y huyeron abandonándolo, los mismos que le prometieron permanecer con él aunque tuviesen que morir. Y Jesús, víctima de jaloneos, insultos y golpes, recordaba las promesas que le hicieron ellos apenas unas horas antes. Judas, por su parte, se esfumó entre la penumbra de la noche, en las tinieblas de la apostasía.

En el joven que dejando el lienzo, se escapó desnudo, el evangelista hizo una personificación de la vergüenza por haber abandonado al Señor, tal como hicieron los apóstoles que siempre recordaron con perenne vergüenza aquel abandono que ya estaba profetizado: “Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros” (Is 53,6).