Sábado, 04 Mayo 2024

Editoriales

La Virgen de Hilandar

La Virgen de Hilandar

Las Sagradas Escrituras registran un elogio del que fue objeto Jesús al referir que “alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo: -¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amantaron!” (Lc 11, 27). Esta manifestación, que es, a su vez, una alabanza a la Virgen María porque ella es la mujer que lo llevó en su seno y lo alimentó con sus pechos de amorosa madre, no pasó inadvertida a los primeros cristianos, pues pronto fue ilustrada, como hacen constar dos de los frescos que, desde el siglo II, decoran parte de las Catacumbas de Santa Priscilla, en Roma.

Esta representación pictórica de la Virgen Madre de Dios, que da el pecho a su glorioso Hijo, casi no es venerada en el continente americano porque es poco conocida, excepto en el Perú, gracias a que el pintor italiano Matheo Péres de Alessio (1547-1628) instaló una escuela de arte en Lima para indígenas incas y criollos que llevaron el arte a Cusco, desde donde se extendió rápidamente al continente en los lienzos al óleo que tan bellamente presentan imágenes divinas y sagradas, entre ellas la Virgen María que alimenta a Cristo cuando es niño.

En el arte bizantino, bajo la clasificación griega de los iconos marianos, a esta imagen se le llama Virgen Galaktotrophousa, que significa nutrir con leche, habitualmente precedido de la palabra Panagia o Santísima.

El icono más antiguo de la Virgen María galaktotrophousa encuentra su origen en el siglo VIII y se venera en el monasterio Hilandar, del Monte Athos, desde el siglo XIII cuando fue llevado allí por san Sava de Serbia y colocado desde entonces en la mampara derecha del iconostasio que separa el altar de la asamblea, un sitio que hace notar que María es Puerta del Cielo. Hilandar es el monasterio serbio y el cuarto en haber sido edificado de entre los 20 monasterios ortodoxos que configuran la ciudad monástica del Monte Athos en la que residen aproximadamente 1,400 monjes aislados del mundo por el mar Egeo, a dos mil metros de altura. También llamado Chelandariou, fue fundado en el siglo X y cedido en 1198 por el emperador Alejo III Ángelo (1153-1211) a san Sava (1175-1235), quien fue obispo de Serbia de 1219 a 1233 e hijo del príncipe serbio Esteban Nemanja, quien a la tarde de su vida ingresó como monje a este mismo monasterio tomando el nombre de Simeón, apelativo con el que la Iglesia Ortodoxa lo canonizó en el año 1200 como Sveti Simeón.

La imagen de la Virgen María que da el pecho a su Hijo es conocida en Italia y en España como “Virgen lactante”, “Nuestra Señora de la Leche” y “Virgen de la Lactancia”, y en Rusia como Mlékopitátelnitsa. Este tipo de iconos presenta a la Virgen Madre como nutricia de Dios, quien es Alimento de vida, el Pan de vida eterna, razón por la que esta imagen ha trascendido la iconología para llegar a la liturgia que, en cantos y alabanzas, como el himno Akathistos, se refiere a María como “Mesa repleta de dones divinos” canto que con alegría proclama: “Los pastores escucharon a los ángeles que glorificaban la encarnada presencia de Cristo; mientras lo buscaban como a pastor, lo encontraron como un cordero sin mancha paciendo en el regazo de María, a quien alabaron diciéndole: ¡Alégrate, Madre del Cordero y Pastor! ¡Alégrate, aprisco de las ovejas espirituales!”.

En el icono, escrito en madera sobre fondo de oro decorado con frondosos árboles, la Virgen María, que viste maphorion de color rojo oscuro decorado con las infaltables tres estrellas de ocho puntas alusivas a su virginidad perpetua, sostiene en su regazo a su Hijo hacia quien dirige su mirada atenta a que reciba la maternal leche que lo hará crecer sano y vigoroso, pues sabe que en los años por venir ella será testigo de que “el Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él” (Lc 2,40) y lo acompañará en su progreso “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52).

Jesús, que viste una túnica color azul y un manto blanco, sostiene con su mano el pecho de su Madre, a quien mira con gratitud y amor filial, pues depende de su maternal cuidado para luego dar sus primeros pasos por el mundo y encontrarse con la humanidad a la que habrá de redimir del pecado y de la muerte hasta inmolarse a sí mismo como el Cordero de Dios, el Cordero que quita los pecados y que lava las culpas.