Lunes, 01 Julio 2024

Editoriales

Las tres negaciones de Pedro

Las tres negaciones de Pedro

Fue durante el injusto juicio del Señor ante el Sanedrín y ante Caifás, sumo sacerdote, cuando Pedro se arredró y negó conocer a Jesús así como formar parte del grupo de sus apóstoles y discípulos: “Estando Pedro abajo en el patio, llega una de las criadas del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro calentándose, lo mira atentamente y le dice: «También tú estabas con Jesús de Nazaret». Pero él lo negó: «Ni sé ni entiendo qué dices», y salió afuera, al portal, y cantó un gallo. Lo vio la criada y otra vez se puso a decir a los que estaban allí: «Este es uno de ellos». Pero él lo negaba de nuevo. Poco después, los que estaban allí volvieron a decir a Pedro: «Ciertamente eres de ellos pues además eres galileo». Pero él se puso a echar imprecaciones y a jurar: «¡Yo no conozco a ese hombre de quien hablan!». “Inmediatamente cantó un gallo por segunda vez. Y Pedro recordó lo que le había dicho Jesús: «Antes de que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres». Y rompió a llorar” (Mc 14,66-72).

Pedro se expresaba con relativa verdad desde su exigua apreciación de la tragedia que él mismo estaba viviendo. Francamente, Pedro no conocía a Jesús así como lo veía, tan vulnerable e inculpado de blasfemo por la suprema autoridad religiosa. En su interior se libraba una lucha porque él no quería conocerlo así, ni de cualquier otra manera que indicara un fracaso: «¡Yo no conozco a ese hombre de quien hablan!». Pedro esperaba una victoria y sabía que Jesús lo llamó para formar parte de su Reino, pero ¡cuidado!, el mal puede desfigurar, en cuanto se le presenta la oportunidad, todo lo bueno que Dios ha puesto en nosotros.

Inolvidable fue para Pedro la ocasión en la que negó conocer al Señor, un recuerdo que le acompañó por el resto de sus días y que nunca ocultó, sino que solía narrar como un poderoso testimonio del amor divino que siempre es mayor a cualquier debilidad humana. En efecto, como explica san Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia, en una de sus homilías: “Marcos cuenta con mayor precisión la flaqueza de Pedro y cómo estaba muerto de miedo; todo lo cual lo sabía él del mismo Pedro, maestro suyo, pues Marcos fue su discípulo. Hecho muy digno de admiración, que no sólo no ocultara la debilidad de su maestro, sino que por ser su discípulo, la cuenta más claramente que los otros evangelistas”.

Antes del amanecer, antes de que el canto del gallo anunciara la aurora, ya se había cumplido la profecía de Jesús sobre el pescador de Galilea (cfr. 14,30). Jesús conocía a Pedro al igual que un padre que puede intuir las reacciones de sus hijos, sus respuestas y conductas, y no obstante le había prometido: «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré» (cfr. 14,31), Jesús sabía que no sería así.

Pedro no tenía miedo de morir, pero luego todo cambió en un desengaño inesperado para él, le invadió un sentimiento de decepción y le acometió una ventisca de dudas hacia quién realmente era Jesús. Y aunque recordó haber estado seguro de su mesianismo cuando le dijo «Tú eres el Cristo» (8,29), en la lucha que se libraba en su interior los recuerdos se convirtieron en dilemas por haberle visto realizar milagros, expulsar demonios, curar leprosos y volver a la vida a los muertos; pero al ver que como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca (Is 53,7), le pareció que todo había sido un engaño, ya sólo vio el derrumbe del Maestro a quien que le había confiado su vida, y rompió a llorar.

Las lágrimas de Pedro son un enigma: ¿Lloró, acaso, por la vergüenza de saberse descubierto previamente por Jesús, o por la desesperanza y el desánimo ya instalados en su corazón? ¿Pedro lloró por Jesús o lloró por sí mismo? Esas lágrimas quizá inundaron sus ojos cuando recordó que había dicho: “A quien me niegue delante de los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,33).

Aquellas tres negaciones con sus lágrimas nunca las habría sanado Pedro por sí mismo. Eso sólo lo haría el Señor tras su Resurrección cuando en tres ocasiones le preguntó si lo amaba para escucharle decir tres veces «Tú sabes que te amo», y también en tres momentos confirmarlo Jesús en el ministerio que con anterioridad le había confiado, al ordenarle: «Apacienta mis ovejas» (cfr. Jn 21,15-17).