Jueves, 18 Abril 2024

Editoriales

Los hermanos de Jesús

Los hermanos de Jesús

El Señor se encontraba nuevamente en Nazaret tras haber recorrido los pueblos y aldeas de Galilea. Al encontrarse con la gente que quería escucharle, Jesús quiso entregar un gesto de amor hacia ellos, una muestra de su amor tan grande, sólo equiparable al amor por su madre.

“Llegan su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, lo envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: «¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Él les responde: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?». Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre»” (Mc 3,31-35).

¿Acaso mostró una preferencia entre los que le escuchaban y María? El amor de Dios es infinito, y si “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16), tanto amó Cristo al mundo, a su vez, que le entregó a su madre para que fuese madre de la humanidad.

Jesús permaneció atento a quienes lo rodeaban hasta que terminó de hablarles y antepuso a su madre lo que estaba haciendo. De momento, ellos eran preponderantes, pues por ellos se encarnó en ella y por ellos murió, tal como lo hizo por todos, como sostiene san Agustín en su tratado La Santa Virginidad: “¿Qué nos enseña esto, sino que debemos anteponer el parentesco espiritual a la consanguinidad carnal?... …La Virgen María fue más dichosa recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne de Cristo”.

Cuando el Señor dijo éstos son mi madre y mis hermanos, nos hizo partícipes del amor que le profesa a su madre colocándonos así en el amor filial por ella. Él nos ha amado hasta el extremo, y en este extremo se encuentran estas palabras suyas con las que nos hizo saber que somos sujetos de su amor, tal y como lo es María, su madre.

Ante tal desbordamiento del amor, Jesús puso por condición hacer la voluntad de Dios, y se sirvió de una expresión cotidiana, de su tiempo, que vinculaba a una familia compuesta por el padre, la madre y los hijos, en la obediencia debida al padre de familia. En efecto, en una familia, quienes hacen la voluntad del padre son la madre y los hijos. Así, Jesús habló como Hijo de Dios y dijo: quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. Es decir, que al hacer la voluntad de Dios se es parte de la familia de Dios.

Hemos sido incluidos en la familia del Señor, somos hijos de María y hermanos de Jesús, siempre que aceptemos el compromiso de hacer la voluntad del Padre.

En una errónea interpretación del cristianismo protestante, suele argumentarse, con falsedad, que la virginidad de María no es perpetua en razón de los textos evangélicos que mencionan la existencia de cuatro hermanos de Jesús: Santiago, José, Simón y Judas (cf. Mt 13, 55-56; Mc 6, 3), y de varias hermanas. Al respecto, es conveniente saber que en las culturas y en las lenguas semitas no existe un término particular para expresar la palabra primo y que, por consiguiente, los términos hermano y hermana tienen un significado muy amplio, que abarcaba varios grados de parentesco. También se le llama hermano a quien profesa la fe en el mismo Dios. Se trata, pues, no de otros hijos de la Virgen María, sino de vecinos de Nazaret y de parientes próximos de Jesús, según una expresión frecuente en el Antiguo Testamento, como lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica en su numeral 500: “La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José ‘hermanos de Jesús’ (Mt 13,55) son los hijos de una María discípula de Cristo (cf. Mt 27,56) que se designa de manera significativa como ‘la otra María’ (Mt 28,1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cf. Gn 13,8; 14,16;29,15; etc.)”.

En santa María, siempre Virgen e Inmaculada, hay un vínculo perenne entre su santidad y su virginidad, pues ella quiso conservar su virginidad animada por el sublime deseo de entregar todo su corazón a Dios, así como una conexión permanente entre su virginidad y su maternidad divina, que se traducen en dos prerrogativas unidas milagrosamente en la generación de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.