Viernes, 19 Abril 2024

Editoriales

Las parábolas de Jesús

Las parábolas de Jesús

En el capítulo cuatro, de los dieciséis de su Evangelio, san Marcos agrupa varias parábolas, que no son todas las que pronunció el Señor. A menos de una cuarta parte del relato, Jesús ya había vivido intensos momentos de persecución: fue considerado un impuro por haber tocado al leproso, se confabularon herodianos y fariseos para eliminarlo, lo perseguían enfermos para que los curara, y los escribas lo calumniaron de expulsar demonios en nombre del demonio. Ante tal ambiente persecutorio, él cubrió sus enseñanzas bajo la forma de parábolas, esa manera de expresarse que contiene un significado subyacente.

Las parábolas de Jesús son una aproximación de situaciones morales teóricas a las situaciones reales humanas de todos los días en una comparación, una semejanza, una imagen sensible tomada del mundo natural y visible, para explicar su doctrina sobrenatural o espiritual, haciéndola más clara a los hombres sencillos, aunque encriptando sus palabras para alargar los días de su predicación. Su intención no fue confundir a sus persecutores para eludir su muerte, sino evitar que tuviesen argumentos que pudieran usar en su contra con nuevas falsas acusaciones que desvirtuaran su enseñanza. Así, no podrían decir nada más que hablaba de sembradores y de semillas; en cambio, los verdaderos discípulos encontrarían en sus parábolas valiosísimas enseñanzas que les descubrirían el Reino de Dios de manera sencilla, asequible para los que le quisieran escuchar con la mente dispuesta y con el corazón abierto a recibir su doctrina.

“Y otra vez se puso a enseñar a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a él que hubo de subir a una barca y, ya en el mar, se sentó; toda la gente estaba en tierra a la orilla del mar. Les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. «Escuchen. Una vez salió un sembrador a sembrar. Y sucedió que, al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino; vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó en seguida por no tener hondura de tierra. Pero cuando salió el sol se agostó y, por no tener raíz, se secó. Otra parte cayó entre abrojos; crecieron los abrojos y la ahogaron, y no dio fruto. Otras partes cayeron en tierra buena y, creciendo y desarrollándose, dieron fruto; unas produjeron treinta, otras sesenta, otras ciento». Y decía: «Quien tenga oídos para oír, que oiga»” (Mc 4,1-9).

Así reveló Jesús cómo es el reino de Dios, con la llaneza de compararlo con un sembrador, sin citas de la Escritura, con esa libertad que le permitía explicar lo más dificultoso de la manera más sencilla enseñando que Dios es el sembrador que ha plantado su semilla en la tierra, que es el mundo. Jesús hablaba de sí mismo, pues él es el Verbo, la semilla divina que luego de hacerse hombre en el seno virginal de María, caminó por el mundo.

Dios es el sembrador, y su semilla, Cristo, es para todos, aunque pueda ser desperdiciado por quienes no sepan dar fruto por no haber querido conocerle. Llamó semilla a la esperanza; campo, a las almas de los hombres; y sembrador, a sí mismo; y así como el sembrador no distinguía la tierra que pisaba, sino que arrojaba indistintamente su semilla, así el Señor no distinguió tampoco al pobre del rico, al sabio del ignorante, al tibio del fervoroso, al valiente del cobarde. A todos indistintamente se dirigió, cumpliendo lo que a él tocaba, a pesar de que sabía lo que habría de sucederle. ¿Por qué, entonces, se pierde la mayor parte de la siembra? No por culpa del sembrador, sino de la tierra que recibió la semilla; es decir, por culpa del alma, que no quiso atender a la Palabra. Sin embargo, Jesús puso esta parábola para animar a sus discípulos y enseñarles que, aun cuando la mayor parte de los que reciben la palabra divina habrían de perderse, no por eso han de desalentarse. De no haber sido así, el Señor no hubiera sembrado, pero él quiso ser para todos.

El reino de Dios es tan sencillo de comprender como que un sembrador esparce su semilla a todos lados, sin importarle el terreno, sin que le preocupe la calidad de la tierra. ¡Tanta teología en tan sencilla comparación! En verdad que Cristo hace nuevas todas las cosas poniéndonos al Eterno tan al alcance de la mano. Pero es indispensable nuestra disposición a escucharle. Quien tenga oídos para oír, que oiga. ¿Es una invitación o es un reto? Dios nos hizo capaces de Dios, y luego ¡con cuánta sencillez se nos ha revelado!