Domingo, 05 Mayo 2024

Editoriales

¡Ábrete!

¡Ábrete!

Luego de su encuentro con la mujer sirofenicia, el Señor emprendió un recorrido extenso hacia el oriente por la Decápolis, las diez ciudades griegas, para regresar finalmente, por el sur, a territorio judío: “Se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: «¡Ábrete!» Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»” (Mc 7,31-37).

Hacia el término de su recorrido, Jesús se encontró con un hombre sordo que por no escuchar, hablaba con dificultad; una muestra de la situación en la que se encontraba el Pueblo de Dios, que por haber perdido la escucha de la Palabra, ya no se expresaba de una manera correcta, acorde a la voluntad divina.

Aquel pueblo requería de un reencuentro con Dios, tal como le apremiaba a aquel hombre sordo, señalado como impuro y maldito por los mismos que nada podían hacer por él. Jesús lo retiró de tantas maldiciones, lo apartó de todos y lo llevó a la dichosa soledad que alivia toda perturbación; vio en ese hombre a su creatura amada, y acercándose a su pesar, le habló de tal manera que pudiese descifrar, desde su silente entendimiento, que haría un bien en él allí donde nada estaba bien. Cautivó su atención y vio que le miraba con interés curioso, aunque lleno de esperanza, con sus grandes ojos por los que hablaba todo lo que sus labios no podían expresar. Y cuando el Señor notó que con docilidad le entregaba su confianza, hizo en él un poderoso signo al meter sus dedos en sus oídos y al tomar saliva de su boca para colocarla delicadamente en su lengua. Ninguna turbación pasaba en el corazón de aquel hombre y nada lo alteraba, se sintió sereno y seguro al percatarse de que el Señor podría purificarlo, y por primera vez se supo amado.

Muchos de nuestros pesares son consecuencia de lo que oímos; mucho del mal que nos oscurece se incuba en los embrollos de lo que se habla mediante palabras proferidas como insultos, acusaciones y calumnias, de agresiones revestidas de vocablos que fácilmente se encarnan en lesiones que mancillan la dignidad humana.

Jesús invocó al Padre en un gemido que surgió de su corazón compadecido, y soltó un grito que aun resuena para que todos lo escuchemos: ¡Ábrete! Esto es, a la acción de Dios en la vida propia, a la paz que él nos trae, a la reconciliación con los demás. Abrirse al amor de Dios. Y entonces obró el milagro.

Los oídos de aquel sordo se abrieron y comenzó a gozar de las voces y de los susurros; y cada amanecer de sus días fue una fiesta cuando iba descubriendo el silbo de los vientos, las melodías de la mar y de los ríos, las voces de las aves y los cantos del arpa y de la flauta. Su lengua se soltó de ataduras, se liberó del silencio infecundo y conoció la armonía de las palabras. Y además de expresarse con la pronunciación precisa, lo que hablaba era lo correcto, lo justo y lo bueno.

Abrámonos a la acción de Dios y quedaremos sorprendidos de lo que escucharemos y de lo que diremos, pues expresaremos palabras que animarán a otros, que levantarán a los demás al pronunciar el perdón, dichos de misericordia, de amistad, de amor; diremos lo que el mundo necesita sentir, pues al escuchar a Dios, hablaremos de lo que él nos dice.

Tras concederle a aquel hombre la escucha y la voz, Jesús pidió que no se divulgara el milagro, pero no pudieron callar al ser testigos de estos primeros signos anunciados desde siglos: “Entonces se despegarán los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo” (Is 35,5-6).

La plenitud había llegado con el Redentor entre nosotros. Cristo está aquí, y con la atención puesta en él, nosotros también escucharemos su salvífica exhortación: ¡Ábrete!