Sábado, 20 Abril 2024

Editoriales

La tempestad calmada

La tempestad calmada

Hacia el crepúsculo del día de las parábolas, Jesús quiso dirigirse a territorio pagano, al otro lado del mar de Galilea, pero en la travesía las fuerzas del mal descargaron su rabia por la presencia de Dios en el mundo. Le acompañaban pescadores que bien conocían las vicisitudes que el mar encierra en esas tormentas que embravecen las aguas con una fuerza tal que hunde embarcaciones. Su temor no era infundado, calcularon ese poder y vieron que podrían morir: “Este día, al atardecer, les dice: «Pasemos a la otra orilla». Despiden a la gente y lo llevan en la barca, como estaba; e iban otras barcas con él. En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca. Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Lo despiertan y le dicen: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!». El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué están con tanto miedo? ¿Cómo no tienen fe?». Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?»” (Mc 4,35-41).

Se entregaron a capear el temporal, recorrían la barca de banda a banda, angustiados se aferraban a cualquier madero para no ser expelidos, aunque se empeñaban en achicar para sacar por la borda el agua que sobre ellos se abatía en el cielo y que desde el mar les inundaba la embarcación. La marea, iracunda, les arrancó los remos. El embate lateral del viento les impedía enderezar la barca y, en su furia, ese vendaval prometía volcarla cual cáscara de nuez. Perdieron el control de las velas, la línea de flotación quedó sobrepasada, el hundimiento era inminente.

A la persecución de los fariseos, herodianos y escribas, se sumó esa embestida de la naturaleza; y los apóstoles sólo vieron el peligro de extrañas fuerzas que amenazaban sus vidas. La lucha entre el bien y el mal, los tiempos de persecución, relámpagos de odio, rayos con estruendos como rugidos del demonio que se lanza con odio a desgarrar todo lo bueno. Pero Jesús dormía, ¿o eso pensaron los suyos? ¿Podría, acaso, dormir entre tanto alboroto, recostado sobre la áspera cuerda del ancla? Los apóstoles, temerosos, le cuestionaron acerca de su pasividad, pero él les respondió, a su vez, con dos preguntas que sondeó sus temores: ¿Por qué tienen miedo? ¿Por qué no tienen fe? Y en estas palabras les hizo saber que el miedo y la fe son como la luz y la oscuridad que no pueden estar juntas, pues al hacerse la luz, la oscuridad desaparece porque lo oscuro es vencido. Esto lo sabe el mal y por ello se vale del miedo como una excéntrica arma para someter al hombre.

El Señor es dueño de sí mismo, así como lo es del viento y del mar. Como Creador de la naturaleza, su obra le es dócil a sus palabras, y bastó con que él pronunciara dos de ellas: Calla, enmudece. Y en seguida sobrevino una gran bonanza. Bonanza, una palabra que encierra en sí misma eso que tanto buscamos los hombres todos los días de la vida. Sí, evitamos las tribulaciones tratando de conservar la tranquilidad, y buscamos la felicidad sin percatarnos de que la felicidad es la paz, y anhelamos la paz en el entorno olvidando que la paz la da el Señor: “Les dejo la paz, mi paz les doy; no se las doy como la da el mundo. No se turbe su corazón ni se acobarde” (Jn 14,27).

En la barca ya luego todo era sosiego, suspiros aislados hacían sonoro el silencio de la paz; y ellos, asombrados ante el prodigio y ante la personalidad de Jesús, advirtieron que apenas comenzaban a conocerlo, ¿Pues quién es este? Y les respondió el salmo 107: “Y hacia Yahvé gritaron en su apuro, y él los sacó de sus angustias; a silencio redujo la borrasca, y las olas callaron. Se alegraron de verlas amansarse, y él los llevó hasta el puerto deseado (28-30). Esa tarde conocieron que el Señor que increpó al mar no era una creatura, sino su Creador.

Navegamos entre contingencias, las dichas pasan rápido, aunque las penas parecen instalarse como una tormenta que se abate sobre nuestra vida. Pero Dios, que no envía las desgracias, no está en la enfermedad, sino en el enfermo; no está en el accidente, sino con el accidentado. El Señor está en aquello que contribuye al bien de todos nosotros.