El milagro de la curación del ciego de Betsaida es una bisagra que en el relato del evangelio de san Marcos sirve como apertura para la profesión de fe en Pedro, pues así como el ciego comenzó a ver claramente todas las cosas desde lejos, así Pedro pudo ver que Jesús es el Mesías: “Salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» Ellos le dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas.» Y él les preguntaba: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo.» Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él” (Mc 8, 27-30).
Fue durante un recorrido por la región de Cesarea de Filipo cuando Jesús quiso abrir los ojos de los apóstoles valiéndose de una pregunta que los llevara a la reflexión haciéndoles decir lo que la gente afirmaba acerca de su identidad, y luego los llevó a examinarse a sí mismos para expresar lo que ellos percibían de él. Fue Pedro quien respondió en representación de los Doce para también, a nombre de ellos, reconocer la divinidad de Jesús. Tú eres el Cristo, dijo Pedro asegurando que Jesús es el Mesías. Según las diversas lenguas, se le dice Cristo en griego, Mesías en hebreo y Ungido en latín.
Precisamente a la mitad de su evangelio, Marcos ha presentado el momento en el que, en el camino, Jesús hizo esta pregunta a los suyos, una pregunta que sólo se les puede hacer a quienes ya están con él en el camino, de otra manera no sería posible responderla con la precisión debida.
Esta pregunta también la dirige el Señor a los hombres de todos los tiempos. ¿Quién decimos, hoy, que es Jesús? Hoy se dicen de él muchas cosas; él es el personaje histórico de quien más se ha escrito, a su favor o en contra suya. Se dice que fue un filósofo, un gran pensador, un maestro que provocó un cambio definitivo en los derechos humanos; y se dice también, en contra suya, que no fue más que la exaltación de sus seguidores, una creación de la elocuencia de Pablo de Tarso, se dice que no murió en la cruz, que tuvo varios hijos, que tenía hermanos, que nunca resucitó y que su cuerpo muerto lo escondieron sus discípulos. Y a los lectores del Evangelio nos pregunta: ¿Quién dicen ustedes que soy yo? Ustedes los cristianos, ustedes mi comunidad, mi Iglesia. ¿Qué dicen de mí ustedes, a los que les dije que “en esto se conocerán todos los que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13,35). Tal vez nos respondería lo mismo que a sus discípulos, a quienes en aquel momento les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él porque sería más prudente hacerlo después de conocerlo mejor.
En efecto, a la mitad del Evangelio somos cuestionados sobre la apreciación que tenemos de Jesús; como en un curso en el que a la mitad se hace un examen sobre lo que se ha aprendido para reconocer que se debe estudiar más a fin de conocer lo que falta por aprender.
En su respuesta, Pedro dijo que Jesús es el Cristo, pero aún le faltaba mucho por conocer de su mesianismo. En nuestro caso sucede algo similar cuando proclamamos a Jesús pensando que ya lo conocemos enteramente, aunque no sea así. Hasta este momento somos lectores de la mitad del Evangelio. Conocemos a Jesucristo, aunque de manera parcial, y por ello nos falta descubrir más de él.
En los capítulos siguientes veremos al Señor en su Pasión, como lo vieron los suyos, también muerto y resucitado; sabremos de las tres ocasiones en las que Jesús se los predijo a los apóstoles aunque ellos no le pusieron atención porque esperaban un triunfo victorioso de Jesús en la instauración de un reino mundano; conoceremos que, como expresa san Juan de la Cruz, “el que no busca la cruz de Cristo no busca la gloria de Cristo”, y comprenderemos que aquella desatención de los apóstoles es semejante a la nuestra toda vez que lo que nos interesa de Cristo es que nos proporcione bienestar, que multiplique panes y que cure enfermedades, pero del Cristo doliente, que entrega la vida y que pide la nuestra, no queremos formar parte, pues tal parece que a veces, como expresa santa Teresa de Jesús, “somos amigos de contentos más que de cruz”.