Martes, 16 Abril 2024

Editoriales

Significado de la parábola del sembrador

Significado de la parábola del sembrador

Luego de que Jesús presentó la parábola del sembrador, sus discípulos le preguntaron acerca de su significado en relación con el reino de Dios: “Y les dice: «¿No entienden esta parábola? ¿Cómo, entonces, comprenderán todas las parábolas?»” (Mc 4,13).

Si ellos no comprendieran que Dios es el sembrador que ha sembrado a Cristo en la tierra, como su semilla que será fruto y alimento para la humanidad, no entenderían el reino de Dios, así que profundizó en su significado y explicó: “El sembrador siembra la palabra. Los que están a lo largo del camino donde se siembra la palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. De igual modo, los sembrados en terreno pedregoso son los que, al oír la palabra, al punto la reciben con alegría. Pero no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes, y en cuanto se presenta una tribulación o persecución por causa de la palabra, sucumben en seguida. Y otros son los sembrados entre los abrojos; son los que han oído la palabra. Pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias los invaden y ahogan la palabra, y queda sin fruto. Y los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento” (Mc 4,14-20).

En efecto, el sembrador es Dios; la semilla que siembra, su Palabra, es Cristo. El sembrador siembra su semilla en el mundo, y cada terreno es cada persona. Este sembrador es diferente a cualquier otro que, conociendo el valor de la semilla, se preocupa por elegir un terreno adecuado en el que su semilla dé fruto, pues si el terreno no es bueno, sería mejor sembrarla en otro para que no se desperdicie. Nuestro sembrador tiene más puesta su atención en que todo terreno la reciba, aunque no dé fruto. Triste que se pierda, pero, si crece y fructifica, habrá servido arriesgarla. Este sembrador mira a todas las personas, como expresa el salmo 78 (2-4): “voy a abrir mi boca en parábolas, a evocar los misterios del pasado. Lo que hemos oído y que sabemos, lo que nuestros padres nos contaron, no se lo callaremos a sus hijos, a la futura generación lo contaremos”.

En una metáfora propia, un hombre deja en herencia un terreno a sus dos hijos, y ellos lo dividen en dos mediante una barda. Uno, lo rodea con una cerca, lo limpia, siembra césped, una palmera, instala una piscina, muebles de jardín, un asador y baños para usarlo como sitio de reposo y de encuentro. El otro, lo abandona, y allí crece la maleza, se acumula basura y se llena de plagas. El terreno es el mismo, así como toda persona es creada por Dios. Unos, cuidamos nuestra alma y procuramos estar en gracia. Otros, descuidan su vida espiritual y su alma se ensucia. Dios no creó a unos mejores que a otros; en todos ha infundido su Espíritu, y, pues cada persona es el mismo terreno, cada uno debe cuidar su alma.

Me apena pensar en quienes han desechado la semilla que es Cristo, en cuantos lo han excluido por esas razones que Jesús enumera en su parábola: permiten que el mal se los arrebate, son inconstantes, flaquean ante lo mundano, se ahogan tanto en la escasez como en la abundancia y les atrae el mal.  Me alegra pensar en quienes sí han dado fruto, en cuantos sí han recibido la Palabra de Dios en sus vidas y en quienes Cristo ha dado fruto.

Treinta, sesenta, cien. ¿La parábola presenta un crecimiento exponencial? Si Cristo, en cada persona pudiese dar frutos, el amor en la humanidad sería creciente. La propuesta del Reino en la parábola de Jesús invita a comenzar por dar un fruto, luego dos, después cuatro, ocho, y así sucesivamente. Si diésemos fruto, nuestro mundo sería un mundo de amor, el paraíso en nosotros, el Reino de Dios.

Toda persona nace destinada, por Dios, a la santidad, una llamada que implica la cooperación libre del hombre con la providencia divina, pues todos estamos llamados a la santidad porque hemos nacido para la salvación.

Jesucristo ha dado muchos frutos en los santos. Ahora, en cada uno de nosotros, ¿los podrá dar? Si nos empeñamos en ello así será, aunque comencemos por poco, con el propósito de ver un primer fruto, luego ir por el segundo y después por más. Todos somos terrenos propicios para recibir a Cristo, aunque siempre podremos ser un mejor terreno, más dispuesto, más persona, más cristiano.