Los Reyes le ofrecieron “oro, incienso y mirra” (Mt 2,11). El papa san León Magno (390-461), Padre de la Iglesia, enseña: “Reconozcamos en los Reyes Magos, adoradores de Cristo, las primicias de nuestra vocación y nuestra fe, y con ánimo desbordante de alegría, celebremos el comienzo de nuestra dichosa esperanza. En efecto, hemos empezado a tomar posesión de nuestra herencia eterna; es ahora que se han develado los secretos de las Escrituras que hablan de Cristo y que la verdad, rechazada por los judíos que no la vieron, se difundió con su luz a todos los pueblos. Por lo tanto, veneremos el día santísimo en que se manifestó el autor de nuestra salvación y adoremos en los cielos al Omnipotente que los Reyes Magos adoraron niño en su cuna. Y al igual que ellos ofrecieron al Señor regalos traídos de sus arcas, símbolos místicos, así también nosotros saquemos de nuestros corazones regalos dignos de Dios. Sin duda él es el dador de todo bien; sin embargo, busca el fruto de nuestro trabajo: en efecto, el Reino de los cielos no se le da a quien duerme, sino a aquellos que sufren y observan los mandamientos de Dios”.
“Encontrarán un niño envuelto en pañales” (Lc 2,12). En la gruta de Belén, una vez que el Salvador nació en el tierno Niño bajo la mirada de las estrellas que iluminaron la noche de Navidad, luego de que san José contempló extasiado, adorando, al divino Niño, orgulloso dirigió su mirada hacia su delicada esposa, y cumpliendo con su tarea de ser el Custodio del Redentor, convirtió aquella noche en una esplendorosa aurora al pronunciar estas palabras: –María, toma mi manto y envuelve a tu pequeño Bebé.
“Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre” (Mt 2,7). En la noche dichosa de Navidad, unos pastores se vieron iluminados por una gran luz que precedió a la aparición de un ángel que les dijo: “No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios” (Lc 2,10-13). Luego, los ángeles desaparecieron y los pastores se dirigieron a Belén. Al llegar, vieron al Niño, no en los brazos de su madre, sino en el pesebre, como el ángel les indicó en señal de verdad. Ellos se arrodillaron y adoraron al recién nacido, y su postración, sus miradas y su adoración fueron sus regalos.
“Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único” (Jn 1,14).
El Nacimiento de Jesús ocurrió “en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes” (Mt 2,1) a donde acudió “José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret” (Lc 2,4), y mientras allí estaba junto “con María, su esposa, que estaba encinta” (Lc 2,5), “se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo” (Lc 2,6).
Tanto los jardines, como el huerto de Getsemaní, emplazados en las faldas del monte de los Olivos, en el valle Cedrón, al este de Jerusalén, son un lugar sagrado de nuestro mundo por las tantas ocasiones en las que allí estuvo el Señor y por ser el sitio en el que sostuvo un intenso diálogo con el Padre celestial en la configuración de la voluntad humana con la voluntad divina y en una decisión de amor que llegó más allá de la voluntad en las palabras de Jesús: “no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mc 14,36).
Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan; los llevó a un monte alto, “y se transfiguró delante de ellos” (Mc 9,2). En este milagro de la Transfiguración ocurrió una Teofanía en la que Dios Padre presentó a su Hijo Jesucristo luego de formarse milagrosamente una nube que cubrió con su sombra a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan, y de la que vino una voz que les dijo: –“Este es mi Hijo amado”. Luego les hizo saber, tanto a ellos como a nosotros, lo que todo cristiano ha de hacer con respecto a Jesús: “Escúchenle” (Mc 9,7).
San Juan Bautista dijo, refiriéndose al Señor: “No soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias” (Mc 1,7). En su caminar, Jesús parecía no andar; los hombres no pisan la tierra de ese modo, de tan armoniosa manera, con pasos que parecían amarse entre sí. Recorrió valles alfombrados de florecillas, caminó hacia las montañas desde las que habló a la planicie, y a las aguas del mar las convirtió en un sendero sobre el nunca había caminado hombre alguno. Las Sandalias que envolvieron sus pies dan cuenta del camino que recorrió quien a sí mismo se hizo Camino, tal y como él mismo expresó con sus inolvidables palabras: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).
El primer milagro obrado por Jesús, a pedido de la Virgen María, fue la transformación del agua en vino, con ocasión de una boda que tuvo lugar en Caná de la Galilea a la que asistieron como invitados, milagro que Jesús obró sobre “seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una” (Jn 2,6), con capacidad de cien litros, conocidas como Hidrias, utilizadas para conservar fría el agua.
Desde que el papa Francisco convocó, el 15 de octubre de 2017, a una Asamblea Sinodal Especial sobre la Panamazonía, con el objetivo de “encontrar nuevos caminos para la evangelización de aquella porción del Pueblo de Dios, sobre todo de los indígenas”, era previsible que aunque la temática se refiere a una región específica, como la Panamazonía, las reflexiones propuestas irían más allá del territorio geográfico, pues abarcan toda la Iglesia. La primera reunión del Consejo Pre-Sinodal se celebró en la sede de la Secretaría General del Sínodo los días 12 y 13 de abril de 2018, con la presencia del papa Francisco.
La Virgen María quiso dejar en nuestro mundo, por voluntad propia, una sagrada reliquia que estuvo en contacto con su cuerpo inmaculado. Se trata de su Cinturón o Cíngulo, entregado por ella misma al apóstol santo Tomás al momento de su Asunción a los cielos en cuerpo y alma, como refiere la tradición patrística basada en el antiguo relato siriaco Narración del Pseudo José de Arimatea, en el que se narra la manera en la que Tomás recibió la reliquia de manos de María.
El Manto de la Virgen María ha sido, desde siglos, símbolo de protección sagrada y maternal, protección que ella expresa ya en su relación de madre con su divino Hijo, como lo muestra el icono bizantino de la Virgen de la Pasión, venerado en la ciudad de Roma, y conocido en Occidente como Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, icono que presenta, a ambos lados del rostro de la Virgen, a dos ángeles pasionarios en tanto que el Niño Jesús mira con susto la cruz mientras aprieta con sus dos manitas la mano derecha de su Madre al tiempo que una de sus sandalias cae de su pie aunque permanece sostenida discretamente por una correa.
Durante el providencial suceso de la Anunciación, ante el saludo del ángel, la Virgen María se mantuvo serena, la cabeza siempre erguida y sin alterarse en lo mínimo. No le alteró la presencia del ángel aunque sí lo que dijo, como refiere el Evangelio: “Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo” (Lc 1,29). Es de considerar que la dignidad de la creatura en cuyo seno se encarnaría el Verbo eterno de Dios, de quien ella sería Madre, fuese superior en dignidad a la del Mensajero celestial. ¿Es de suponer que a ella, concebida sin culpa ni pecado, los espíritus puros del cielo le pareciesen naturalmente afines a la pureza inmaculada de ella misma? Sí, pues para las creaturas del mundo sobrenatural, lo sobrenatural es natural.