No existen en nuestro mundo reliquias procedentes del cuerpo de la Virgen María debido a que ella fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial por voluntad y por una gracia especial querida por Dios. Así lo establece la Constitución Dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II en su numeral 59: “Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte”.
Misterio que se desprende de la encarnación del Verbo eterno de Dios, es el cuerpo sagrado de Cristo en el que se manifiesta su humanidad, y que engendrado en el seno virginal de María, su madre, nació niño sin dejar de ser Dios en el inefable misterio de una misma persona con naturaleza divina y con naturaleza humana. Dios divinísimo y hombre humanísimo en el mismo niño que nació, en el hombre mismo que murió.
En la ciudad de Nazaret, en Galilea, Israel, se conserva el sitio donde estuvo la casa de san José y su taller. En este lugar ocurrieron acontecimientos celestiales, pues aquí el Ángel del Señor se le apareció en sueños, y le dijo: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20). Luego, “Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer” (Mt 1, 24).
San Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia, nos lleva a la meditación de la Sagrada Familia en su huida a Egipto guiada por san José: “¡Admiren una vez este acontecimiento maravilloso! Palestina persigue a Jesús y Egipto lo acoge y lo salva de sus cazadores. Y entonces, el ángel ya no se le aparece a María sino a José y le dice: -Levántate, toma al niño y a su madre. Ya no dijo como antes lo hizo toma a tu esposa, sino toma a su madre, porque ahora, luego del nacimiento, José había dejado de dudar, y creía firmemente en la verdad del misterio. Por lo tanto, el ángel le habla con mayor libertad, sin llamar a Jesús su hijo, y María su esposa, sino diciendo toma al niño y a su madre, y huye a Egipto.
El carpintero fuerte de Nazaret, José, hijo de Jacob, fue elegido por Dios para ser esposo de la Virgen María, y lo señaló mediante una vara de almendro que floreció en su mano cuando los sumos sacerdotes de Jerusalén convocaron a los varones de Judea para encontrar a quien tomaría por esposa a la hija de Joaquín y Ana, la doncella educada y formada en el Templo en un privilegio al que pocas niñas aspiraban.
El Evangelio refiere que “al sexto mes (de la concepción de Juan el Bautista) fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: -Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,26-28) y agregó: “Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31). El ángel que vino del cielo vio a la Virgen Inmaculada, y ella vio al mensajero e intercambiaron miradas y palabras comentando el mensaje del que, como ángel, era portador.
El amor entre la Virgen María y san José es un misterio de amor verdaderamente grande, pues ella, siendo superior a él por su Concepción Inmaculada, al ser desposada, el amor de José la hizo suya hasta el grado de que él pudo participar, más que nadie en el mundo, de su grandeza y santidad. Así, el matrimonio de amor entre José y María prefiguraba ya el matrimonio entre Cristo y la Iglesia. La Sagrada Escritura afirma que “por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen un solo ser” (Gn 2,24); luego entonces, José y María fueron siempre como un solo ser.
San Joaquín y santa Ana son los padres de la Virgen María y por ende son los abuelitos de Jesús. Lo que de ellos se conoce es por la vía de los evangelios apócrifos “Protoevangelio de Santiago”, el “Evangelio del Pseudo Mateo” y el “Libro sobre la Natividad de María”, de alrededor del año 150, escritos que, aunque no forman parte de las Sagradas Escrituras, sí son apreciados y valorados por el Magisterio de la Iglesia.
En un elocuente himno, san Romano el Melódico, Padre de la Iglesia, reflexiona en la maternidad divina de María, siempre virgen: “El padre de la madre, por decisión propia, se convirtió en su hijo; el salvador de los recién nacidos es un recién nacido en sí mismo, con cuna en un pesebre. Su madre lo contempla y le dice: -Dime hijo mío, ¿cómo plantaste tu semilla en mí? ¿cómo te formaste? Yo te veo, ¡Oh! carne mía, con asombro, ya que mi seno está lleno de leche y no he tenido esposo; te veo envuelto en pañales, y el sigilo de mi virginidad sigue intacto: tú en verdad lo has custodiado cuando te dignaste venir al mundo, hijo mío, Dios que eres desde antes de los siglos”.
En la Profesión de nuestra Fe, al pronunciar la oración del Credo se proclama que Jesucristo “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”, encarnación en la que en el curso de nueve meses, ella le dio a Jesús, en su seno virginal, su carne y su sangre, sus huesos, su cabello, sus ojos y su mirada, su boca y su sonrisa, todo su cuerpo. Jesús heredó de María, su Madre, sus gentiles ademanes, sus amables gestos y su fino modo de andar. María también lo alimentó, como toda madre lo hace, con su propia leche, para que el divino Niño creciese sano y fuerte.
A partir del momento en que “por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán” (Mc 1,9), su vida no volvió a ser la de antes, pues de inmediato “el Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días” (Mc 1,12-13). Su vida no vino a ser la misma porque al desierto entró el carpintero y del desierto salió el Mesías. Ya Juan el Bautista lo había anunciado: “Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,8).
Como parte de los rituales funerarios judaicos, la mandíbula del difunto solía atarse mediante vendas o lienzos de tela, a manera de diadema, conocidos como pathil, para mantener cerrada la boca. El Evangelio confirma que tanto san Juan como san Pedro vieron estas vendas en el Santo Sepulcro la mañana del domingo de Pascua: “Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte” (Jn 20,5-7).