En la aldea de Cafarnaúm, tras haber liberado, en la sinagoga, a un hombre de una posesión satánica, y luego de haberle restituido la salud a la suegra de Simón, en su casa, los habitantes se enteraron de los milagros obrados por Jesús, y las largas horas del descanso sabático fueron favorables para que la noticia se propagara con rapidez. Había mucha necesidad entre aquella gente, y entonces ellos supieron que la esperanza había llegado a visitar su aldea; sin embargo, no podían acudir para encontrar el alivio porque la pesada observancia de la ley del Shabat se los impedía. “Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron a todos los enfermos y endemoniados. La ciudad entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Y no dejaba hablar a los demonios, pues lo conocían” (Mc 1,32-34).
El tercer encuentro de Jesús con el hombre, al inicio de su predicación, ocurrió en el ámbito familiar, en la casa de Simón-Pedro, como refiere el Evangelio: “Cuando salió de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y le hablan de ella. Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a servirles” (Mc 1,29-31).
El primer lugar de encuentro de Jesús que se dio con los hombres, ya en su predicación, tuvo lugar en lo cotidiano, en el ambiente de trabajo de los pescadores a la orilla del mar de Galilea. Un segundo encuentro ocurrió en el ámbito de la fe, en una sinagoga, en el ambiente religioso. Aquí, Jesús sorprendió a sus oyentes al hablarles de una manera nueva; es la forma en la que él enseña, es una catequesis que provocó eco y asombro porque constataron que les enseñaba con una autoridad que no conocían, una autoridad que es superior a la de los escribas, quienes eran los autorizados para enseñar las escrituras: “Llegan a Cafarnaúm. Al llegar el sábado, entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mc 1,21-22).
Jesús quiso salir al encuentro del hombre en su labor cotidiana, buscó a personas sencillas, a pescadores que estaban arrojando las redes al mar. No fue a buscar dignatarios, gobernadores ni reyes. ¿Dónde encontrar pescadores si no en el mar…? Así también, el Señor busca a los padres de familia en su hogar, al estudiante en su escuela, al obrero en su fábrica, nos busca en nuestros afanes y en nuestros descansos, en las alegrías y en las tristezas de cada uno de nuestros días, allí donde nos volcamos en lo que hacemos.
La aprehensión de Juan el Bautista fue un suceso que al parecer provocó que Jesús iniciara su predicación mesiánica, tal como refiere el evangelista san Marcos: “Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (1,14-15).
Desde el ingreso al “Palacio de Paz y Reconciliación”, un edificio en forma de pirámide de concreto, acero, granito y cristal, de 62 metros de altura, se percibe la extraña sensación de que fue edificado para ser sede de algún acontecimiento que se verá cumplido en un futuro no distante.
Las Sagradas Escrituras registran un elogio del que fue objeto Jesús al referir que “alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo: -¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amantaron!” (Lc 11, 27). Esta manifestación, que es, a su vez, una alabanza a la Virgen María porque ella es la mujer que lo llevó en su seno y lo alimentó con sus pechos de amorosa madre, no pasó inadvertida a los primeros cristianos, pues pronto fue ilustrada, como hacen constar dos de los frescos que, desde el siglo II, decoran parte de las Catacumbas de Santa Priscilla, en Roma.
Los términos “Tránsito” y “Dormición” de la Virgen son expresiones paralelamente empleadas tanto en la Iglesia Católica Romana como en la Iglesia Ortodoxa para referirse, no tanto a su inmortalidad, sino a su incorruptibilidad en el sepulcro, pues su santidad, perfecta ya desde el primer instante de su existencia, reclamaba para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo, como explica san Juan Damasceno (676-749), Padre de la Iglesia: “El Rey viene al encuentro de su propia Madre, acogiendo entre las manos divinas y temerosas el alma de María pura e inmaculada. Con estas palabras, ella debió dirigirse a él entonces: -Hijo mío, en tus manos confío mi espíritu. Recibe mi alma amada por ti, que preservaste inmaculada. A ti, no a la tierra, entrego mi cuerpo; guárdalo incólume, porque te complaciste en hacer de él tu morada y naciendo lo conservaste virgen. Llévame a ti, para que donde tú estés, fruto de mis entrañas, pueda yo morar contigo”, y en su sermón Dormitione Deiparae o Dormición de la Paridora de Dios, refiere que “al tiempo de su glorioso tránsito todos los santos apóstoles que andaban por el mundo trabajando para la salvación de las almas, se reunieron al punto, llevados milagrosamente a Jerusalén. Estando pues, allí, gozaron de una visión angélica, oyeron un celestial concierto, y de este modo vieron entregada en manos de Dios su ánima santa, henchida de soberana gloria”.
En la pequeña localidad de Genazzano, región de Lacio, a 60 kilómetros de Roma, se venera el icono de la Virgen Madre de Dios que le da nombre al santuario de Nuestra Señora del Buen Consejo, iglesia en la que ella quiso ser venerada en su sagrada imagen que milagrosamente fue transportada por los ángeles hasta este lugar.
En el corazón de Roma, la basílica de los santos Cosme y Damián resguarda una de las imágenes más intensas de la Virgen santa, un icono mariano cuyo aspecto evoca el tema de la Virgen hodigitria o La que muestra el Camino, la representación de la Virgen Madre de Dios en la que ella muestra a su glorioso Hijo, quien es la Verdad.