Luego de haber recorrido aldeas y pueblos de Galilea, Jesús regresó a Nazaret, a la casa paterna en la que creció. Deseoso de encontrarse con su madre, el reencuentro lo marcó un largo abrazo silencioso. Las almas no hablaron, los cuerpos se abrazaron, y luego navegaron por la mar de las palabras, y ella le dijo que no sentía soledad, que el Altísimo la acompañaba, y él asintió con una amable sonrisa. Se miraban a los ojos, los de él eran como los de ella; se sonreían mutuamente, la sonrisa de Jesús era igual que la de María. Recordaron a José, el carpintero fuerte que tanto los amó, y a sus ojos se asomaron unas lágrimas de añoranza y gratitud. Pasaron algunos días hasta que llegó el sábado. Juntos fueron a la sinagoga, tal como lo hacían en compañía de José, cuando Jesús era niño y María, una madre joven.
Mientras Jesús caminaba hacia la casa de Jairo, el jefe de una sinagoga, para salvar a su hija agonizante, se encontró con una persona que quiso robarle un milagro: “Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal” (Mc 5,25-29).
Luego de liberar a un hombre, en Gerasa, de una opresión demoniaca, “Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a él mucha gente; él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, cae a sus pies. Y le suplica con insistencia diciendo: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva». Y se fue con él. Lo seguía un gran gentío que lo oprimía” (Mc 5,21-24).
Luego de apaciguar la tempestad del mar de Galilea, Jesús llegó a territorio pagano, donde liberó a un hombre atormentado por una posesión satánica: “Y llegaron al otro lado del mar, a la región de los gerasenos. Apenas saltó de la barca, vino a su encuentro, de entre los sepulcros, un hombre con espíritu inmundo que moraba en los sepulcros y a quien nadie podía ya tenerlo atado ni siquiera con cadenas. Pues muchas veces le habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo. Y siempre, noche y día, andaba entre los sepulcros y por los montes, dando gritos e hiriéndose con piedras. Al ver de lejos a Jesús, corrió y se postró ante él. Y gritó con gran voz: «¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes». Es que él le había dicho: «Espíritu inmundo, sal de este hombre». Y le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?» Le contesta: «Mi nombre es Legión, porque somos muchos»” (Mc 5,1-9).
Hacia el crepúsculo del día de las parábolas, Jesús quiso dirigirse a territorio pagano, al otro lado del mar de Galilea, pero en la travesía las fuerzas del mal descargaron su rabia por la presencia de Dios en el mundo. Le acompañaban pescadores que bien conocían las vicisitudes que el mar encierra en esas tormentas que embravecen las aguas con una fuerza tal que hunde embarcaciones. Su temor no era infundado, calcularon ese poder y vieron que podrían morir: “Este día, al atardecer, les dice: «Pasemos a la otra orilla». Despiden a la gente y lo llevan en la barca, como estaba; e iban otras barcas con él. En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca. Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Lo despiertan y le dicen: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!». El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué están con tanto miedo? ¿Cómo no tienen fe?». Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?»” (Mc 4,35-41).
¿Con qué parábola comparar el reino de Dios, a fin de que fuese fácilmente comprensible por quienes escuchaban predicar a Jesús? Como muchos de ellos eran agricultores, les presentó una imagen tan natural como lo que ocurre en una semilla: “El reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra. Duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega” (Mc 4,26-29).
En el día de las parábolas, luego de explicar el significado de la parábola del sembrador, Jesús continuó develando el misterio del Reino de Dios a sus discípulos y les entregó otra metáfora: “Les decía también: «¿Acaso se trae la lámpara para ponerla debajo del celemín o debajo del lecho? ¿No es para ponerla sobre el candelero? Pues nada hay oculto si no es para que sea manifestado; nada ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto. Quien tenga oídos para oír, que oiga»” (Mc 4,21-23).
Los apóstoles y los discípulos quisieron entender mejor la parábola del sembrador y le pidieron a Jesús que les explicara su contenido, pues había despertado en ellos su fascinación por las cosas del Reino, y se sabían cercanos a él. Algunos se retiraron con lo que oyeron, pero otros se quedaron para preguntarle porque deseaban conocer en lo profundo su mensaje. El reino de Dios es un misterio difícil de comprender, que les había sido dado a los Doce y a los discípulos cercanos. El misterio, que en clave del Nuevo Testamento, designa los secretos escondidos en Dios durante siglos, que es su Plan de Salvación.
En el capítulo cuatro, de los dieciséis de su Evangelio, san Marcos agrupa varias parábolas, que no son todas las que pronunció el Señor. A menos de una cuarta parte del relato, Jesús ya había vivido intensos momentos de persecución: fue considerado un impuro por haber tocado al leproso, se confabularon herodianos y fariseos para eliminarlo, lo perseguían enfermos para que los curara, y los escribas lo calumniaron de expulsar demonios en nombre del demonio. Ante tal ambiente persecutorio, él cubrió sus enseñanzas bajo la forma de parábolas, esa manera de expresarse que contiene un significado subyacente.
Los escribas que se habían desplazado desde Jerusalén hasta la pequeña aldea de Nazaret con el objetivo de difamar a Jesús mediante la calumnia de proferir que estaba poseído por el demonio (Cfr Mc 3,22), habían incurrido también en una blasfemia al asegurar que los milagros y curaciones que Jesús obraba no eran fruto del amor de Dios, sino que emanaban de un poder diabólico.
Luego de recorrer varias aldeas de Galilea, el Señor regresó a Nazaret en compañía de los apóstoles. Mientras tanto, los poderosos de Jerusalén, que se habían enterado de sus milagros y del poder que él ejercía para conjurar demonios, echaron mano de unos emisarios: “Los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: «Está poseído por Beelzebul» y «por el príncipe de los demonios expulsa los demonios»” (Mc 3,22).