Luego de que Jesús profetizara a Pedro que lo habría de negar en tres ocasiones, “van a una propiedad, cuyo nombre es Getsemaní, y dice a sus discípulos: «Siéntense aquí, mientras yo hago oración». Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quédense aquí y velen». Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. (Mc 14,32-35).
Dios alimentó a su pueblo en el desierto tras la liberación de Egipto; lo alimentó con codornices que cubrieron el campamento y con pan que llovió del cielo. “Israel llamó a aquel alimento maná. Era blanco, como semilla de cilantro, y con sabor a torta de miel” (Ex 16,31); “los israelitas comieron el maná durante cuarenta años, hasta que llegaron a tierra habitada” (Ex 16,35). Dios alimentó a su pueblo para que viviera. El Señor alimentó a cinco mil hombres con cinco panes y dos peces (cfr. Mc 6,30-44) porque él quiso que el hombre tuviera vida. Ambos relatos bíblicos llegaron a su plenitud en la última cena de Jesús con sus apóstoles, en el alimento nuevo con el que nos alimenta con su propia vida, la vida de Dios. Es el alimento epiusion (del griego epi, sobre; y usion, natural) el alimento sobrenatural; el alimento del Espíritu para el espíritu. Así lo había dicho Jesús al enseñar a sus discípulos a orar: Nuestro pan cotidiano dánosle hoy (Mt 6,11), es decir, danos el pan espiritual.
Fue durante la última Cena cuando Jesús anunció a los apóstoles la traición de Judas: “El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?». Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice: «vayan a la ciudad; les saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; síganlo y allí donde entre, digan al dueño de la casa: ‘El Maestro dice: ¿dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?’. Él les enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; hagan allí los preparativos para nosotros». Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua” (Mc 14,12-16).
Una amable mujer, hermana de Lázaro, había dado a Jesús una muestra de amor al derramar sobre su cabeza un frasco de perfume puro de nardo, un gesto que para Judas fue una nota discordante en su propia melodía, y él quiso cantar su canción. “Entonces, Judas Iscariote, uno de los Doce, se fue donde los sumos sacerdotes para entregárselo. Al oírlo ellos, se alegraron y prometieron darle dinero. Y él andaba buscando cómo lo entregaría en momento oportuno” (Mc 14,10-11).
El capítulo XIV del evangelio de Marcos inicia con una manifestación de amor hacia Jesús, protagonizada por una buena mujer (vv. 3-9). Es la crónica de una caricia que se vio ensombrecida al quedar enmarcada por amenazas de engaño y de muerte contra él, por parte de autoridades judaicas (vv. 1-2) y por la traición de Judas. (vv. 10-11). “Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos. Los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo prenderlo con engaño y matarlo. Pues decían: «Durante la fiesta no, no sea que haya alboroto del pueblo»” (Mc 14,1-2).
Luego de anunciar su retorno al mundo, Jesús dio a conocer que la fecha quedaba velada para los hombres: “Yo les aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,30-32).
No será en el mejor momento de la humanidad, sino en el peor, en plena Gran Tribulación, cuando ocurra la Parusía, el retorno de Cristo al mundo: “Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas” (Mc 13,24-25).
En sus proféticas palabras acerca del Fin de los Tiempos, Jesús dio instucciones a sus apóstoles acerca de lo que debían hacer ante los desastres que anunciarían un gran sufrimiento para Israel: “Pero cuando vean la abominación de la desolación erigida donde no debe (el que lea, que entienda), entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; el que esté en el terrado, no baje ni entre a recoger algo de su casa, y el que esté por el campo, no regrese en busca de su manto. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Oren para que no suceda en invierno” (Mc 13,14-18).
El miércoles de la semana de su Pasión y Muerte, estando Jesús en Jerusalén, “al salir del templo, le dice uno de sus discípulos: «Maestro, mira qué piedras y qué construcciones» Jesús le dijo: «¿Ves estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida»” (Mc 13, 1-2).
Comenzó y terminó el tiempo de la creación, a su vez el tiempo de los reyes, el tiempo de los jueces y el de los profetas. Con la Natividad del Señor, en la noche de Navidad, inició la Plenitud de los tiempos o Tiempo de la Plenitud; tras su bautismo comenzó el tiempo del Mesías, que concluyó con su Ascensión al Cielo; y con la venida del Espíritu Santo, en Pentecostés, inició el Tiempo de las Naciones, también llamado de los Gentiles y de la Iglesia.
Estando en el templo de Jerusalén, Jesús quiso enseñar a quienes le escuchaban con agrado que evitaran vivir la religiosidad a la manera de los escribas, protagonistas de un espectáculo sobre un escenario en el que hacían lucir una simulada santidad de la que en realidad carecían. Se ocupaban de todas las cosas materiales, pero descuidaban lo que le corresponde al espíritu. “Decía también en su instrucción: «Guárdense de los escribas, que gustan pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones. Ésos tendrán una sentencia más rigurosa»” (Mc 12,38-40).
Luego de que el Señor le enseñara a un escriba, en respuesta a su pregunta acerca de cuál es el primero de todos los mandamientos, que el mandamiento principal es amar a Dios y que el segundo es amar al prójimo como a uno mismo, el escriba le manifestó su total acuerdo y adhesión, por lo que Jesús le hizo saber: “No estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12,34).