A veces, entre los insensatos, hay algunos que dejan de serlo porque comienzan a desarrollar un criterio propio. Tal fue el caso de un escriba que no tenía interés en poner a prueba a Jesús ni era su antagonista. En verdad quiso aprender del Señor, y tras haber escuchado que les respondió con sabiduría a los saduceos, le podría iluminar con respecto a una duda que no había podido resolver desde hacía tiempo: “Se acercó uno de los escribas que les había oído y, viendo que les había respondido muy bien, le preguntó: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos»” (Mc 12,28-31).
Tras el fracaso de los fariseos y herodianos, en su intento por calumniar a Jesús al preguntarle acerca de licitud de pagar el tributo debido al César, los saduceos intentaron, a su vez, ridiculizar sus enseñanzas; y aunque constituían un partido opuesto a los de herodianos y fariseos, se habían mantenido al margen de la persecución contra él y no se habían entrometido hasta entonces en su predicación, por temor a que se produjera un conflicto religioso-político, pero decidieron embestir:
Las autoridades judaicas, de las que Jesús había presentado, por medio de una parábola, una analogía con viñadores homicidas, le enviaron a fariseos y herodianos para calumniarlo. Al llegar donde él simularon tenerle consideración y respeto; pero en ellos la hipocresía y la trampa iban de la mano, pues llegaron con una insinuación aduladora para lograr arrancarle una respuesta comprometedora, ya que los herodianos promovían el pago del tributo, en tanto que los fariseos y los zelotas lo impugnaban: “Y envían hacia él algunos fariseos y herodianos, para cazarlo en alguna palabra.Vienen y le dicen: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios: ¿es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?».Mas él, dándose cuenta de su hipocresía, les dijo: «¿Por qué me tientan? Tráiganme un denario, que lo vea».Se lo trajeron y les dice: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?». Ellos le dijeron: «Del César».Jesús les dijo: «Lo del César, devuélvanselo al César, y lo de Dios, a Dios». Y se maravillaban de él” (Mc 12,13-17).
Jesús les había respondido a las autoridades judaicas que él no les diría con qué autoridad había detenido la actividad comercial en el Templo. Sin embargo, les narró una alegoría que contenía tanto la descripción estricta del origen de su autoridad como la causa de su inminente muerte: “Y se puso a hablarles en parábolas: «Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores, y se ausentó. Envió un siervo a los labradores a su debido tiempo para recibir de ellos una parte de los frutos de la viña. Ellos lo agarraron, lo golpearon y lo despacharon con las manos vacías. De nuevo les envió a otro siervo; también a este lo descalabraron y lo insultaron. Y envió a otro y a éste lo mataron; y también a otros muchos, hiriendo a unos, matando a otros. Todavía le quedaba un hijo querido; les envió a éste, el último, diciendo: ‘A mi hijo lo respetarán’. Pero aquellos labradores dijeron entre sí: ‘Éste es el heredero. Vamos, matémoslo, y será nuestra la herencia’. Lo agarraron, lo mataron y lo echaron fuera de la viña” (Mc 12,1-8).
Luego de haber expulsado a los mercaderes del Templo, y dejando atrás la higuera seca, en la aldea de Betsaida, el martes regresó Jesús a Jerusalén “y, mientras paseaba por el Templo, se le acercan los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le decían: «¿Con qué autoridad haces esto?, o ¿quién te ha dado tal autoridad para hacerlo?». Jesús les dijo: «Les voy a preguntar una cosa. Respóndanme y les diré con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres? Respóndanme»” (Mc 11,27-30).
Al día siguiente de la Navidad se celebra a san Esteban, el primer diácono y primer mártir de la Iglesia que hizo realidad las Palabras del Señor al perdonar a sus verdugos: “Amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45).
Tras la caída del hombre ante Dios, por el pecado, Dios presentó una solución estableciendo un límite al reptil que había persuadido a Eva para que tomase del fruto prohibido en una transgresion a la voluntad divina, y le dijo a la serpiente: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza” (Gn 3,15). En espera de esta mujer prometida, que es la Virgen María, y de su descendencia, que es Cristo-Jesús, la humanidad quedó así en espera de ser redimida de su pecado ancestral.
Luego de que Jesús entrara a Jerusalén el Domingo de Ramos, aclamado como el Mesías, con sus apóstoles, “al día siguiente, saliendo ellos de Betania, sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera con hojas, fue a ver si encontraba algo en ella; acercándose a ella, no encontró más que hojas; es que no era tiempo de higos. Entonces le dijo: «¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!». Y sus discípulos oían esto” (Mc 11,12-14).
Al día siguiente de su entrada mesiánica a Jerusalén, Jesús salió de Betania, donde pasó la noche, para dirigirse nuevamente a la ciudad santa: “Llegan a Jerusalén; y entrando en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas y no permitía que nadie transportara cosas por el templo. Y les enseñaba, diciéndoles: «¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las gentes? ¡Pero ustedes la tienen hecha una cueva de bandidos!»” (Mc 11,15-17).
El hombre de Jericó, el mismo al que Jesús le restauró la visión de los ojos, caminaba entusiasmado llamándole a Jesús Hijo de David, y unido a él hacia la Ciudad Santa: “Cuando se aproximaban a Jerusalén, cerca ya de Betfagé y Betania, al pie del Monte de los Olivos, envía a dos de sus discípulos, diciéndoles: «vayan al pueblo que está enfrente de ustedes, y no bien entren en él, encontrarán un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre. Desátenlo y tráiganlo. Y si alguien les dice: ‘¿Por qué hacen eso?’, digan: ‘El Señor lo necesita, y que lo devolverá en seguida’». Fueron y encontraron el pollino atado junto a una puerta, fuera, en la calle, y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les dijeron: «¿Qué hacen desatando el pollino?». Ellos les contestaron según les había dicho Jesús, y los dejaron” (Mc 11,1-6).
En Jericó, ciudad habitada por ricos y por sus sirvientes, todo era placentero. Pero en aquel oasis también moraba un hombre pobre llamado Bartimeo. Él, que vivía la desgracia de ser ciego y la desdicha de ser un mendigo relegado por sus vecinos, había educado su oído de tal manera que aunque nada veía, todo lo escuchaba. Uno de sus días, Jesús atravesó su ciudad: “Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino ante Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y lo seguía por el camino” (Mc 10,46-52).
Los discípulos estaban sobrecogidos porque se dirigían a Jerusalén, el centro del poder judío que repudió la doctrina de Jesús. Él no guardaba timidez, pero en sus discípulos prevalecía el temor al fracaso y el miedo a morir. Era imperativo, pues, que ellos supieran que allí habría de morir el Señor, y que resucitaría de su muerte: “Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que lo seguían tenían miedo. Tomó otra vez a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder: «Miren que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles. Y se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, y a los tres días resucitará»” (Mc 10,32-34).